30 de enero de 2010

Mímesis

Betty y Fiedrich Christen, ambos de 76 años, que se conocieron en 1943 en la localidad francesa de Thionville, se casaron recientemente en Woippy, después de una separación de 57 años. [...] Soldado austríaco de la Wermacht, Fiedrich conoció a la francesa Betty en plena ocupación alemana de Francia.

En una capilla de Luxemburgo hicieron la promesa solemne de casarse. El joven soldado fue hecho prisionero por los estadounidenses en 1944 y conducido a Inglaterra, y más tarde a Estados Unidos. Fue liberado en la Navidad de 1946, pero como Betty ya se había casado con otro, regresó a Austria.

Tras la muerte de su marido, pasado un periodo de luto, Betty decidió buscar a su antiguo prometido. Lo encontró con la ayuda de su nieto, a través desde internet. En abril de 2001, con motivo de su encuentro en el aeropuerto de Viena, Fiedrich llevaba un ramo de rosas blancas para la joven de 19 años y otro de rosas rojas para la mujer de 74 años en que Betty se había convertido.

Hablaron durante mucho tiempo y se dieron cuenta de que los sentimientos no mueren. Decidieron casarse, tal como se lo habían prometido. Ahora, viven en una casa que han comprado en Woippy. Fiedrich abandonó su elegante barrió de Viena, y Betty le ha dado la familia que él no tenía, con una docena de nietos.

Este no es el somero argumento de una novela rosa ni el de un guión cinematográfico, sino la transcripción de un cable de la agencia AFP publicado en la última página del periódico, junto al crucigrama y las notas de la vida social, que es justo donde encuentro con frecuencia la noticia que más me interesa del día, la que me da un rostro humano al devenir del mundo; la que me conmueve porque revela las pequeñas gestas, las pequeñas locuras, los actos de dignidad y solidaridad, las historias insólitas y las injusticias insufribles de hombres y mujeres que a nadie le importan.

Betty y Fiedrich nos han dado una lección porque nada en este mundo es más difícil que el amor, dice Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera, novela ejemplar de los amores contrariados de Fermina Daza y Florentino Ariza, un par de viejos que, como Betty y Fiedrich, no pudieron realizar su amor en su juventud, y hasta que ella enviuda, como Betty, pueden por fin vivir su amor, con la convicción de que el amor es el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte, dice García Márquez.

Las historias de Betty y Fiedrich, y la de Fermina y Florentino son paralelas, en realidad son la misma historia. Los estudiosos de la literatura y de la estética le llaman mímesis a la imitación de la naturaleza por el arte.

Ahora, por estas dos parejas de amantes sabemos, una vez más, que a veces es la realidad la que imita al arte. Puedo agregar un elemento a esta historia. ¿Quién podrá ahora convencernos de que Betty no buscó a su antiguo novio para cumplir su solemne promesa y vivir su historia de amor a partir de la lectura apasionada de una buena novela que narra los amores casi imposibles, casi fantasiosos, de novela, de unos viejos amantes?

21 de enero de 2010

Lucía o el nombre del deseo

Germán fue el primero en verla. Su gesto nos anunció aquella presencia. Daniel reaccionó de inmediato. Un espejo de pronto me la mostró. Roberto, de espaldas a la puerta, fue el último en reconocerla. Irrumpió luminosa como una advocación de la Belleza, a la que un poeta genial e insolente encontró amarga en plena adolescencia al sentarla en sus rodillas. Para nosotros no hubo tanto; pero estaba allí, casi vestida, casi desnuda de rosa, de un rosa pálido como ella misma.

«Es argentina», sentenció Germán. «Tiene la tristeza de las uruguayas», dijo Daniel. «Es una furcia, ninguna mujer se viste así para una cita», remató alguno de mis amigos. Nada volvió a ser igual en nuestra mesa, ni la conversación ni el vino tinto ni las olivas ni la tortilla española. Aquella chica y su acompañante, cincuentón, ordinario, con el cabello teñido, ocuparon una mesa cercana a la nuestra.

A mis amigos, los vi mirarla; ellos me vieron mirarla. Nos vimos mirarla en una complicidad perfecta y silenciosa. Ella nos vio mirarla. Era una sirena, una ninfa, una lolita: la seducción encarnada. Y supimos que su presencia no era gratuita y que su nombre no era Nereida.

El cabello cuidadosamente despeinado y lacio, de un rubio imposible, contrastaba con las cejas oscuras. Tenía el rostro afilado, casi infantil, casi demacrado. Tenía la edad perfecta, indefinible, de la primera juventud. Un palmito modelado en el gimnasio y unos pechos, alados, que levantaban el vuelo al borde del escote y que Daniel decretó perfectos.

Nada volvió a ser igual en nuestra mesa en aquel bistrot de la Condesa. La blusa no era tal sino un pretexto para dar realce al tatuaje del hombro y hacer más llamativo el del ombligo. Por debajo de la mesa, desde la nuestra, podían verse sus muslos desnudos, bruñidos con el tono justo hasta el fondo de la minifalda, que era por momentos un atributo de la imaginación.

Hay que tener hambre, agallas, ambición para vestirse así. Su sino era ser mirada, y lo aceptaba con resignación y recato, con un falso estoicismo deliberado y profesional. «Es una furcia», insistió alguno, «nadie se viste así salvo para acompañar a un cliente». «Se llama Verónica», imaginó otro. «No, se llama Betina, se le nota», concluyó el tercero.

De pronto, dejó de acariciarse el pelo, retiró la mano que le retenía como a una paloma el cincuentón teñido. Se levantó y se contoneó impunemente hacia el fondo del bistrot. Daniel, impertérrito, fue tras ella. Los vi a lo lejos cruzar unas palabras. Cada uno volvió a su mesa. «Se llama Lucía», dijo Daniel. Germán puso cara de vértigo. «Es nombre de uruguaya», dijo, y supe que pensó en La Maga.

De pronto, Lucía desapareció. No volvimos a verla. Nada volvió a ser igual en nuestra mesa, ni la conversación de los amigos ni el vino tinto ni las olivas ni la tortilla española. Por una noche, por una aparición llamada Lucía, supimos cuál era el nombre del objeto del deseo.

8 de enero de 2010

Esquizofrenia

Esa palabra está grave, la muy aguda se cree esdrújula.