29 de diciembre de 2013

El azul del cielo

Salvador Elizondo cuenta en su Autobiografía sus ambiguas impresiones de Le bleu du ciel de Georges Bataille. Por un lado, dice que fue el primer libro en su vida que lo subyugó por completo al margen de sus virtudes literarias (que son muchas y pocas a la vez), que es un libro irritantemente mal escrito, desorbitado y febril en el que, sin embargó, encontró «en sus deducciones espeluznantes acerca de la relación entre el coito y la muerte [...], entre las descripciones más desquiciadas de todos los actos excretorios del cuerpo humano y sus imágenes sospechosamente entusiastas del nazismo, algo así como la visión pura de lo que es pasión». 

El juicio es Salvador Elizondo en estado puro, temerario y brillante, pero sobre todo una invitación para adentrarse en las páginas de esa novela, un sendero en clave al pensamiento de Bataille. Luego, en un episodio más de esa inverosímil cadena de hallazgos y sucesos como señales en el camino que urden con una trama secreta los hechos significativos de la vida (aunque no siempre veamos el vínculo y el dibujo completo, el perfil de la silueta), un personaje de Elogio del amor, la película de Godard, dice para juzgar una obra: «Bueno, no es El azul del cielo...» Entonces comprendí que tenía que buscarla.

Yo lo pensaba un libro casi secreto, no traducido o imposible de conseguir, tal vez publicado en una edición semiclandestina o pirata agotada hacía muchos años. Fue casi una decepción pedir noticias de él en una librería y que en un instante pusieran en mis manos un ejemplar de Tusquets, reimpreso en México hace unos años.

Encontré un texto lúcido, amargo y provocador. Lo leí con furia, con entrega, con la urgencia de librarme de ese libro cuanto antes o de agotarlo y descubrir sus secretos lo más rápido posible. No tomé notas, no lo subrayé ni señalé. Nada. Fue una lectura pura en busca de la esencia cerúlea del cielo. Pospuso esas costumbres para la segunda lectura, que se me antojaba tan obligatoria como necesaria.

En su intensidad, en la fuerza de las palabras (a pesar de la traducción), en su capacidad para llevar situaciones al límite, recorrí un sendero que todavía dice mucho sobre la voluntad y la autodestrucción, el egoísmo, el vacío y el desamor. Me sumergí en una historia tan poco edificante como intensa.

Sí, es evidente que la obra habla de un Bataille apresurado, al límite, que tiende al fin de su horizonte un vaso comunicante que puede estimular la angustia de Elizondo. Terminé de leer El azul del cielo como si llegara no al final de un libro sino de un camino. Bataille mismo da la clave: los que importan son los relatos que revelan la verdad múltiple de la vida, los que enfrentan a los hombres con su destino.

24 de diciembre de 2013

El telegrama electrónico

Cuenta Saint-Exupéry que el Principito tenía que arrancar cada mañana los brotes de los dañinos baobabs, pues si no se eliminan en cuanto brotan, ya no será posible deshacerse de ellos. «Es una cuestión de disciplina», dijo el Principito. «Después del aseo personal por la mañana, es necesario limpiar el planeta. Hay que arrancar los baobabs tan pronto como se les distingue de los rosales. Es un trabajo aburrido pero muy sencillo.»

Ante esa lección tan sabia y prudente, ante ese ejemplo de perseverancia, cada mañana limpio la bandeja del correo de todos esos baobabs electrónicos, el spam y otras malas hierbas que llegan todos los días con implacable constancia.

El correo electrónico, al que muy bien podríamos llamar telegrama electrónico en cumplimiento riguroso de su etimología griega (tele: lejos; grama gramatos: letra) y para recuperar una palabra que se nos va quedando vieja, en desuso, en las novelas del tiempo de los abuelos o bisabuelos. Esos mensajes escritos a máquina por el telegrafista, con las palabras contadas (se pagaba por palabra) solían tener algo de mensaje críptico o casi secreto, sin artículos y con abreviaturas no siempre del todo claras.

Con frecuencia eran mensajeros de malas noticias, al menos urgentes, porque la primera virtud de la telegrafía era una oportunidad, la rapidez, la eficiencia con que se enviaba el mensaje por escrito. Claro que esa rapidez nada tiene que ver con la inmediatez del correo electrónico y sus primos hermanos, otros sistemas de mensaje de texto que se envían en lo que dura un parpadeo.

Anacrónicos, fuera del ritmo de los tiempos, tenían un encanto y una materialidad, una condición física que nada tiene que ver con lo que se dibuja y deshace al instante en una pantalla. A veces, los telegramas eran portadores de noticias decisivas, tanto que se guardaban toda la vida, y de pronto aparecían en los cajones, doblados, con el papel amarillo y quebradizos al tacto, a los ojos curiosos y entrometidos de los hijos y los nietos.

Recibir un telegrama, ya no digamos una de esas cartas dibujadas con caligrafía admirable y sin faltas de ortografía, era un motivo que distinguía el día, un tema de conversación, una razón para pensar en ello, en la respuesta justa.

Abro el correo electrónico e imito al Principito en las tareas de limpieza. Recibo textos apresurados y utilitarios, mensajes de felicitación que se envían en serie. No es nada personal, pero haría falta enviar cartas con paloma mensajera, cifrados con un código de la Segunda Guerra Mundial, con un anexo con consejos para hornear pasteles impecables o con el verso que nos sacuda y sea el motivo a recordar al menos por un día.

No es simple nostalgia y añoranza del papel, de esa rotunda presencia física que le daba a los mensajes una dignidad que ya no tienen entre tanta virtualidad y evanescencia. El papel y la tinta, los rasgos humanos, también eran el mensaje. Estamos en el fin de un horizonte tecnológico de enormes consecuencias para la cultura. “Hoy recibí un telegrama o una carta”, solíamos decir; si eso sucediera hoy, lo diríamos con una sonrisa, una sin pixeles ni códigos ni hologramas. 

23 de diciembre de 2013

Nomofobia o el sonoro impertinente

Algún día habrá que explicarles a los niños que durante mucho, mucho tiempo la humanidad no tuvo teléfonos celulares. Cuando abran los ojos asombrados, será necesario decirles didácticamente que después de las glaciaciones y la edad de piedra y la de hierro, el hombre descubrió el telégrafo y luego inventó el teléfono...

Hace cuarenta años tener un teléfono fijo en casa en la ciudad de México era como pertenecer a una aristocracia de la alta comunicación. No porque fuera particularmente caro contratar una línea (que lo era), sino porque la compañía telefónica tardaba varios años en hacer la conexión.

Y es increíble recordar lo bien que funcionaba el mundo cuando hacíamos una llamada desde una caseta telefónica con una moneda de veinte centavos cuya caída sonora y metálica (¿ya te cayó el veinte?) anunciaba que podía iniciarse la conversación, y no hacía falta un teléfono en el bolsillo para arreglar los asuntos cotidianos de la vida y que que las parejas hicieran una cita y se encontraran  ¡Eureka!, en la puerta de un cine.

Era común que uno llamara a la casa de la vecina y dejara un mensaje, y el portero atendía en su teléfono recados para los inquilinos del edificio por una módica cantidad mensual. También se podía hacer una llamada desde la tienda o la tintorería de la esquina, y los meseros hacían sentir la calidad de los restaurantes elegantes con el garbo con el que llevaban hasta la mesa del cliente distinguido una bandeja con un aparato negro, pesado, grande, unido con un largo cable a una pared de la caja del negocio o la oficina del gerente. Y recibir una llamada en esos sitios revelaba el oficio y la importancia del que se ponía al teléfono, porque tenía allí mismo que ocuparse de un asunto urgente y decisivo.

Todavía era posible enviar telegramas o billetes, pequeñas cartas escritas con letra apresurada y que entregaba a tiempo un mensajero, y los periodistas llamaban desde donde pudieran a las redacciones de los diarios y dictaban con una sintaxis atropellada a un mecanógrafo hábil la nota fresca que acababan de conseguir.

A las llamadas de larga distancia les llamaban conferencias; la operación era complicada, frágil, a veces se pedían a una operadora, y eran un acto tan serio y grave que no faltaba quien se ponía solemne y de pie como si saliera a escena o a pronunciar un discurso.

Hoy todo el mundo tiene un teléfono en el bolsillo (un rasgo de las democracias, sin duda) pero dudo mucho que nos comuniquemos más o mejor. No en términos tecnológicos, desde luego, sino en el conocimiento y la comprensión de las necesidades y deseos de los demás.

Pero ese teléfono en realidad no está en el bolsillo, sino en la oreja, sobre el escritorio y la mesa, al alcance de la mano, que no deja de jugar con él a todas horas, de enviar mensajes o contestarlos, de mirar una u otra aplicación, de hacer esto o aquello. He visto comensales en una mesa con igual número de teléfonos, cada uno mirando el suyo mientras degluten la sopa.

Esa maravilla tecnológica, esa computadora portátil, esa oficina móvil y centro de entretenimiento, ese sonoro impertinente (siempre suena cuando no debería) se ha convertido en el mejor amigo, en el yo materializado, en la expresión más acabada de nuestros gustos y estilo de vida.

Sin no tenemos al certeza de que late en nuestras manos con pilas y con la señal adecuada, el corazón se agita y estamos expuestos a un ataque de angustia. La patología ya tiene nombre:  nomofobia (del inglés: "no mobile phone phobia") y se define como el temor irracional de quedarse sin el teléfono móvil o celular. Sin duda, debe ser el mal que mejor define al hombre de nuestros días. El teléfono celular es el pequeño amo que guardamos en el bolsillo, y el que esté libre de adicciones que haga la primera llamada.

El hombre habla como el pájaro vuela y la lluvia cae, dice Octavio Paz. Pero no es verdad que el telefonino nos acerque más con los seres queridos o fomente el diálogo entre los hombres y las naciones. No es verdad que estemos más cerca de quien amamos y de quien nos necesita. No es verdad que nos ayude a conocer a los extraños hermanos ni les diga más de nosotros mismos.

Casi todas las llamadas son prescindibles o podrían posponerse sin consecuencias. Casi todas las llamadas son acaso utilitarias. No es lo mismo hablar por teléfono que comunicarse. Casi todas las llamadas, por decirlo de una vez, son innecesarias. Los teléfonos celulares tienen muchas funciones, sirven para escuchar música, para escribir mensajes, para invertir en la bolsa y cerrar un negocio; pero casi siempre sirven para jugar, para pasar el tiempo, para entretenerse, y poco más.

Por cada llamada urgente o importante o verdadera podrían contarse al menos mil de las otras. Pero salga sin el pequeño tirano a la calle, entonces sabrá lo que es la nomofobia. Sé de algunos para los que no sería peor quedarse sin parque en la batalla, sin red en el trapecio, sin agua en el desierto.

22 de diciembre de 2013

Los impuntuales

Todos hemos llegado tarde al menos una vez. Todos hemos llegado muy tarde al menos a una cita, y hemos padecido como un conjuro adverso los pequeños contratiempos: al reloj despertador se le acabaron las pilas tres minutos antes de la hora en que debía sonar, la cocina amaneció inundada o al coche se le acabó la batería.  

Encontrar un taxi bajo la lluvia una tarde de otoño puede ser tan complicado como buscar la piedra filosofal o el último de los números primos, y todos hemos padecido como una maldición la implacable cadena de sucesos que ejercen en perfecta sintonía un efecto devastador en los planes de un día.

Todos hemos tenido una mañana de perros, un pequeño accidente casero, una tormenta personal del tamaño de nuestra habitación en la que estuvimos a punto de sucumbir. Cualquiera va en un avión que despega seis horas más tarde de lo programado y en el metro son comunes las averías y retrasos, los cajeros no tienen dinero con frecuencia y a veces, sí, es urgente llevar al niño al doctor o el gato al veterinario.

Las grandes ciudades con sus atascos o embotellamientos son una realidad cotidiana para explicar el retraso; sí, tanto como la coartada perfecta para explicar una tardanza que supera cualquier límite de tolerancia y urbanidad.

Podría, sin embargo, crearse un premio que se entregara puntualmente a quien ofrezca la mejor razón, causa, excusa o pretexto para justificar un retraso digno de registrarse en los anales del tiempo; el premio, por supuesto, consistiría en un reloj suizo de oro.

Pero no quiero hablar de las causas ordinarias por las que todos hemos llegado tarde alguna vez. Me refiero a los impuntuales (estamos rodeados por ellos), a los que por método y sistema, impulsados por su código incivil, llegan siempre tarde a todas partes: siempre.

Hablo de los profesionales de la impuntualidad, de los que abusan del tiempo de sus semejantes, de los que impunemente llegan tarde sin sonrojarse ni esbozar siquiera un remedo de disculpa (la excusa, larga y anecdótica, no basta para los ofendidos, nunca es suficiente).

Los impuntuales roban el tiempo de sus amigos, de sus colegas y compañeros, de su familia y su pareja. Hacen añicos los planes de los otros, echan por tierra el tiempo de la convivencia, consiguen que se enfríe la sopa y todo se retrase por el resto del día, arruinan las expectativas y la agendas, retrasan a los demás con un efecto de bola de nieve, destrozan el ritmo, impiden que fluya el curso de las actividades, la llegada a tiempo al siguiente pequeño puerto personal del periplo cotidiano.

Son ellos, los impuntuales, los que llegan una o dos horas tarde haciéndose los importantes, los que tenían asuntos serios y graves, y lo hacen con una sonrisa impecable, la máscara que denuncia su estulticia o su inconsciencia. 

Son ellos, los que llegan tarde como una forma del ejercicio del poder y retrasan las otras obligaciones y roban horas de sueño a los otros, los que impiden la realización de un dibujo o de una tarea escolar, los que esfuman en el hueco del tiempo un poema que ya jamás será escrito, los que impiden la firma de un contrato o la pérdida de un negocio, porque esas horas, el tiempo vacío, no estará ahí al otro día.

Son ellos, los impuntuales, los que no tienen remedio, los que deben pensar que hacerse esperar un par de horas es un gesto de coquetería o un rasgo distinguido. Hacerse esperar con premeditación y alevosía en la puerta de un cine, en un aula, en un despacho o un consultorio, a la mesa, para sentirse el centro del mundo es un acto impecable de mala educación y un gesto desamoroso, un acto inmoral y desatento, un vicio censurable y una soberbia falta de respeto.

Los impuntuales, los que salen al encuentro en el momento justo en que se cumple la hora de la cita, son enemigos del tiempo de los otros. Pretender que no pasa nada y el tiempo se extiende a sus anchas es un acto infantil, de soberana inmadurez. Pretender que es lo mismo las tres que las seis y hoy que mañana es darle la espalda a la única certeza humana: el tiempo se agota, y el reloj siempre está en marcha. Dice un adagio latino sobre las horas: todas hieren, la última mata.

20 de diciembre de 2013

Baricco y el tiempo

Alessandro Baricco no se parece al común de los escritores, va por la vida con un aura antiintelectual, un estar del otro lado de las cosas, una simpleza ejemplar y dichosa. Bien pudo ser actor o una estrella de rock. Decía en una conferencia improvisada, con la misma soltura con la que los italianos conversan en la sobremesa, quitándole gravedad a su oficio, que su vocación literaria surgió de la necesidad de inventarse cuentos a sí mismo: «Papá trabajaba siempre, mamá siempre estaba triste; entonces tenía que contarme historias para no aburrirme.»

De pronto, dice algo que casi cualquier otro escritor lo diría con gravedad académica o trágica solemnidad: «El tiempo es algo raro con lo que jugamos toda la vida. Jugamos una vida y casi siempre perdemos.» Ulises tarda años en volver a su casa. Cuando al fin está frente a Penélope, al final de la Odisea, necesita tiempo para reencontrarse con su mujer. Necesitan tiempo para reconocerse, para colmar su tiempo.

Todas las parejas tienen a fin de cuentas un problema de tiempo: Julieta y Romeo no son la excepción. Su problema no son los odios y pleitos entre sus familias, sin la falta de tiempo: una noche es un poco tiempo, luego se acaba su tiempo, y mueren casi al mismo tiempo. Les falto tiempo.

En la vida no se gana la partida contra el tiempo. A veces estamos un poco antes, con frecuencia un poco después. Por poco estamos a tiempo. La sincronía, pareciera, es la excepción, la norma es el destiempo trágico. Es como ir siempre tarde, como ser impuntuales, ir detrás en busca del momento justo que permitiría el gran encuentro, la realización en nuestra vida, nuestra historia; otra vez: en el tiempo.

Tenemos un lío con el tiempo, pareciera que quisiéramos jugar con el tiempo o contra él, pero siempre, más tarde o más temprano, nos quedaremos sin tiempo. Tenemos un problema grave con el tiempo, y la belleza del ser humano, de la vida, nace de ello. ¿No sería estupendo, por ejemplo, dice Baricco, poder conocer a nuestra propia madre cuando era más joven, cuando aún no habíamos nacido. Todas las historias tienen un problema de tiempo.

Llegamos, conocemos, estamos a tiempo y a destiempo. Nos ocupamos en tantas cosas, vamos de un lado a otro, y pocas veces nos damos cuenta que nuestro gran problema es el tiempo. Tenemos un problema con el tiempo.

Luego, habló de cómo se cuenta una historia, de sus libros. De cómo funciona el tiempo en la ficción, de la velocidad del lector que entra en el tiempo del autor. Yo me había quedado atrás. Al salir de la conferencia, no quise, por mucho tiempo, mirar el reloj.

3 de diciembre de 2013

Amour

En la escena del desayuno de esa pareja de ancianos cabe un instante de su cotidianidad y sus años de matrimonio, que son tantos que pareciera que siempre estuvieron juntos cumpliendo cabalmente todas las etapas de la vida y ya no podrían vivir a plenitud el uno sin el otro; se siente y se respira la vida en común, su soledad acompañada, el paso implacable del tiempo y el desgaste, el declive de las facultades, la decadencia de la carne, el ataque o el ictus como un rayo que anuncia el inexorable principio del fin.

En ciertas secuencias, en los espacios de ese departamento tan burgués como parisino, los ambientes, la relación con los objetos recuerda con sutileza la mirada magistral y el cine de Ingmar Bergman. En los gestos, siempre tan pequeños como relevantes, en esas acciones que pareciera que nada aportan, surge la historia que nos cuenta Michael Haneke en su película Amour, que también podría haberse llamado "El amor conyugal" o "La vejez" o "La decrepitud".

En ciertos planos, con una economía de medios y personajes, surge la música (Schubert por delante), la distancia abismal e insalvable de la hija respecto de sus padres, el giro de la vida hacia el drama y sus devastadores consecuencias.

El guion, tan eficaz, que dice tanto con sus largos silencios, con sus ausencias, con lo que no dice y sugiere, podría ser rechazado por insuficiente en una escuela de guionistas, y se torna tan rico y sabio en esa mirada fina y discreta que define el gran cine, en las actuaciones imponentes de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.

¿Qué hacer cuando la vida se acaba en vida? Enfermamos porque estamos sanos, nos recuerda Montaigne, y moriremos porque estamos vivos. ¿Cuál es la solución para tener en el tiempo justo una partida digna?

En la escena central de la película, en el momento de la decisión más difícil de su vida, que pareciera tan impulsiva como surgida de la caridad y la misericordia o del fondo del amor, él realiza una acción que remite y recuerda a Betty Blue (37.2 le matin), aquel filme de Jean-Jacques Beineix, con Béatrice Dalle, que a fines de los años ochenta causó una inolvidable conmoción. A veces, los hechos definitivos, los actos trascendentes, generan un arte a la altura de las circunstancias.

El gran cine evoca al cine, ilumina la vida, nos conmueve y se fija en la memoria para siempre.

25 de noviembre de 2013

¿Por qué escribimos?

Tres autores convergen en una respuesta clara y simple: escribimos porque tenemos el deseo de hacerlo.

Dice Federico Campbell (Post scriptum triste): «la enseñanza de Juan Rulfo es que no tiene sentido escribir; que no vale la pena escribir si no es para lograr una obra maestra: y, sobre todo, que en cuestiones de literatura la cantidad de libros publicados no tiene nada que ver con la calidad, como suele darse a entender en un medio donde aparecen tantas novelas escritas sin deseo. Juan nos hizo ver que lo que importa en esta vida es el deseo.

»Su enseñanza es de un orden que sólo podríamos adjetivar con una palabra que prácticamente ya no quiere decir nada en nuestro medio: ético. Lo importante no es escribir cuando se tiene algo que decir sino cuando se tienen deseos de hacer.»

Dice V. S. Naipaul (Leer y escribir): «Los libros posteriores surgieron como el primero, impulsado únicamente por el deseo de escribirlos, con una percepción intuitiva, inocente o desesperada de las ideas y los materiales, sin comprender plenamente a dónde podían llevarme. El conocimiento llegaba con la escritura.»

Dice Antonio Muñoz Molina (“Cuaderno en blanco”): «No se busca un cuaderno porque se sienta la necesidad o el deseo de escribir algo. Se escribe algo porque se tiene un cuaderno, porque su forma y sus hojas en blanco nos despiertan el deseo de escribir, de anotar, de descubrir.»


En el principio está el deseo, la imperiosa necesidad de escribir. Luego, toma forma la escritura, una posición ética, y ante propia escritura, la sed de fijar palabras, asoma el asombro, el conocimiento, la revelación, la sorpresa del hallazgo. 

La escritura es el deseo en movimiento, un viaje textual al fondo de uno mismo.

24 de noviembre de 2013

La prosa de Elizabeth Smart

Elizabeth Smart, dama de las oraciones contundentes, señora de las imágenes asombrosas, de la afirmación rotunda y descarnada, escribió una obra tan breve como intensa, tan lúcida y poética (plena de guiños y referencias, de citas, homenajes y paráfrasis que se fugan y se pierden en la traducción, el tiempo transcurrido y el contexto cultural) que otorga a sus libros una dignidad de pequeñas joyas en verdad singulares, un canto al amor y un grito desconsolado de voz inconfundible.

Muchos años después de En Grand Central Station me senté y lloré, publicó Los pícaros y los canallas van al cielo (ambos en Salamandra), expresión acabada de sus temas y motivos, de sus razones y sus amores.

Si en aquella primera novela narraba sus amores con George Barker, en la segunda da cuenta de su vida en al posguerra, de sus hijos, el hambre, el trabajo, los recuerdos y la muerte, su búsqueda y reclamo del amor. La prosa de Elizabeth Smart es tan poderosa que sucede en instantes, en oraciones que obligan a detener la lectura y volver a esas palabras como se mira un cuadro muy bello o una escultura particularmente bien plantada. John Banville dice que la frase es el mayor invento de la civilización humana; Elizabeth Smart lo supo antes, ahí están: sólidas, impecables, sorprendentes:

«Sin embargo, en esta hermosa tarde, lo que queda de mi juventud se alza como un géiser, y me siento al sol, peinándome para quitarme los piojos. Pues es difícil dejar de esperar (“Lo que mi corazón recién despierto murmuró que era el mundo”). Aunque soy una mujer de treinta y uno y medio con piojos en el pelo y un amante infiel.»

»El amor es un hecho trágico y casi siempre imposible. O tal vez sólo se conseguí, como ciertos elementos químicos, en condiciones muy particulares, fugaces, por muy poco tiempo. De cualquier manera, admiro su sabiduría, su capacidad de observación, su lucidez para nombrar y decir su verdad, con contundencia y delicadeza, con rabia y contundencia emocional.

La trama casi no importa. La novela no va a un final, sino a la acumulación de momentos vitales que juntos formarán los motivos y le darán sentido a la escritura, develarán a la escritora, explicarán una vida gracias a esa prosa tan bella como intensa.

Dice de las mujeres, sus vidas, sus obligaciones, su condición:

«Así que entre la preocupación y la acción las caras de las mujeres menguan. ¿Pueden marcharse, dejar tras ellas todo lo espurio, lo fútil, lo ignominioso, lo falto de amor, en esos misteriosos campos de champiñones, en la colina salpicada de vacas informes como babosas al anochecer, y alcanzar por fin, esa misma noche, la tranquilidad de un pub de Londres, donde los rostros fosforecen entre el humo y a veces, entre la distraída angustia? ¿Ni siquiera una ligera libertad condicional?

»No. Deben quedarse. Deben rezar. Deben golpearse la cabeza. Deben ser bonitas. Esperar. Amar. Intentar dejar de amar. Odiar. Intentar dejar de odiar. Amar de nuevo. Seguir amando. Afanarse. Ir de acá para allá.

»La verdad se les engancha y corroe su belleza.

»El útero es un equipaje difícil de manejar. ¿Quién puede tambalearse colina arriba con tan escandaloso peso?»

Unir agallas e inteligencia y sensibilidad es menos común de lo que podría esperarse. Elizabeth Smart, además de celebrar con fortuna la literatura, sabía que «un bolígrafo es un arma furiosa».

___
Véase en este Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido el apunte del 25 de octubre de 2010: "Elizabeth Smart y su llanto en Grand Central Station".

22 de noviembre de 2013

El enigma de Kafka

El 12 de enero de 2013, Fernando Bermejo Rubio publicó en Babelia, el suplemento cultural de El País, el artículo Kafka: la solución a un enigma, que guardé para continuar con una inveterada costumbre heredada de mi abuelo y de mi padre que consiste en acumular papeles, recortar de diarios y revistas reseñas, entrevistas, reportajes, cualquier escrito que amerite conservarlo por la contundencia de sus opiniones, la claridad de sus razones o la riqueza de su información.

Este artículo, me dije mientras lo guardaba, va a desatar una tormenta. Me parece que no fue así, y ahora que reaparece en mi estudio entre un rimero de papeles variopintos se me ocurre una explicación: tal vez Kafka no presenta ningún enigma, y resolver o desmontar lo kafkiano en busca de la verdad de Kafka es, como enseña Quevedo, buscar a Roma en Roma, o quitar las capas de la cebolla para encontrar la esencia misma y la verdad de la cebolla.

Sin embargo, el artículo tiene su interés. En La transformación (durante muchos años fue traducida como La metamorfosis), Kafka cuenta cómo Gregor Samsa, tras un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto. Bermejo Rubio dice que  Kafka sería un escritor incompetente si su intención sólo hubiera sido narrar esa transformación.

Si Kafka quería mostrarnos a un bicho, ¿para qué hablar de sus lágrimas y su risa, de su cuello y sus orificios nasales, de su posición erguida y de sus discursos? ¿Por qué la madre de Gregor se lamenta y su hermana entra en la habitación para ventilarla y alimentarlo? ¡Es un insecto descarnadamente humano!

Si prescindimos de la “supuesta metamorfosis” o no la entendiéramos en sentido recto, toma sentido esta otra interpretación:

Gregor es un hombre ingenuo, emocionalmente frágil, que se pliega a los intereses de su familia e interioriza los juicios ajenos con excesiva facilidad. Gregor es víctima de su familia ociosa y sin muchos escrúpulos, a la que mantiene mientras él se desloma trabajando.

Un día, simplemente, cae enfermo, y empieza a percibirse como los otros lo ven: como un bicho, un ser insignificante y deleznable. «Y, en efecto, aunque Gregor se debate entre la autoafirmación y la sumisión, el rechazo que sufre le hará asumir paulatinamente la visión de sus verdugos, según la cual él –la víctima– es un ser miserable, nada sino un bicho.

»Ahora bien, ¿quién nos cuenta esta historia? Aunque el relato está narrado en tercera persona, en realidad la voz narrativa no es omnisciente, sino que refleja una perspectiva limitada, que coincide esencialmente con la del propio protagonista. ¡Esto significa que La transformación está contada en la perspectiva de una víctima!»

Así se despeja la solución al enigma: «cuando la propia víctima llega a compartir la visión del círculo victimario la verdad misma desaparece, imponiéndose como “verdad” una versión distorsionada en la que la víctima es presentada como un ser infrahumano.»

La obra de Kafka, según el artículo, está plagada de indicios de la genuina humanidad del protagonista. Bermejo Rubio concluye que deberíamos «desechar de una vez la cháchara del “absurdo” y lo “ininteligible”, y comenzar a reconocer en su obra una despiadada lección de lucidez».

Sostener que el de Gregor era un simple problema de autoestima que lo hacía sentir como un insecto es una solución simple pero no por ello desechable. El relato es más complejo, múltiples los elementos en juego. De cualquier manera, si esta es en verdad otra interpretación, no altera «las implicaciones [que] para nuestra herencia cultural son tan inmensas como inquietantes».

Releo el artículo y tengo más dudas y preguntas que soluciones y certezas. El enigma Kafka está intacto. Le doy vueltas, lo reviso como al sombrero de un mago: no hay truco ni una trampilla. Kafka se sale siempre (en cada lectura) con la suya. Kafka es más complejo y rico que las interpretaciones que pretenden resolverlo. Buscar descifrar a Kafka es kafkiano; es como pelar una cebolla para encontrar la cebolla, como buscar a Roma en Roma.

18 de noviembre de 2013

Las dos comas

Las dos comas o coma doble es un signo de puntuación de reciente creación que está causando furor entre filólogos, lingüistas y semiólogos, profesores de bachillerato e  investigadores universitarios. También llamado doble coma e incluso coma y coma, terminará por trastocar la puntuación y el acto de la escritura, aseguran, por la enorme riqueza que ofrece al redactor.

Poetas de al menos seis lenguas y trece naciones de ambas orillas del Atlántico han señalado su entusiasmo por el nuevo signo al que le atribuyen la  posibilidad de indicar pausas no sólo más largas sino pronunciadas, profundas, abismales han dicho, lo que modifica esencialmente el verso y la multiplicidad de los significados del poema.

Un par de premios Nobel de Literatura han manifestado su beneplácito (uno de ellos dijo que revisará la puntuación de sus obras completas a la luz del nuevo signo) y un autor de novela negra, un fabricante imparable de best-sellers ha anunciado que se pondrá a trabajar en una novela en la que el nuevo signo tendrá un lugar protagónico, como si fuera un personaje o el detective que resuelve un caso, y es que la doble coma abre una puerta al pensamiento oblicuo y polisémico.

La doble coma, confirman correctores de estilo, editores y tipógrafos, es una revolución en la página semejante a la que introdujo Aldo Manucio en Venecia en la segunda mitad del siglo XV al establecer el uso del punto y coma, las letras itálicas o cursivas y la apariencia actual de la coma tanto como su lugar al pie de la línea.

En pocas palabras, ya no es escribirá igual. La doble coma no acaba de llegar y ya ha modificado un sistema imperfecto que, a fin de cuentas, ha funcionado durante varios siglos. Lo sorprendente no es la incorporación del nuevo signo, sino que no se hubiera instalado antes en nuestros escritos.

En estos tiempos incluyentes y democráticos, donde se reconoce plenamente los derechos de la diversidad textual, ¿por qué no habríamos de aceptar y gozar de los beneficios de la doble coma sí aceptamos y usamos otros signos combinados (casi dígrafos) como el punto y coma, los dos puntos y, el colmo de colmos, los muy desprestigiados puntos suspensivos? 

¿Cómo no celebrar un signo que separa elementos de la oración con énfasis, señala pausas reveladoras (no necesariamente más largas, aunque no excluye una duración mayor), más incisivas, intuitivas y -por qué no- emocionales? No hay razón para que las dos comas empoderadas no cohabiten, convivan y operen instaladas en el mismo espacio tipográfico señalado para un solo signo.

Ha quedado por fin superada la fragilidad de una coma simple (nunca una simple coma) sin necesidad de recurrir al fin abrupto del sintagma ante el punto y coma o los dos puntos, que tantas veces se erigen como un muro por su rudeza, por no hablar del fin súbito que señala el punto y seguido pues con él muere la oración.

Pero el nuevo signo presenta ya un problema. Un célebre semiólogo y novelista italiano de fama mundial ha abierto una brecha que podría no cerrarse nunca pues han surgido partidarios irreconciliables en ambos bandos. La doble coma, ha dicho, puede operar en el texto una detrás de la otra o una sobre otra. A esta última posición sus detractores la han llamado revanchista y frívola; sus incondicionales la llaman simplemente vertical o en pie de lucha, pues celebran que la coma ya no se encuentre de manera obligada sobre la línea, al pie de las letras, al nivel del ordinario punto.

Así, tenemos la doble coma horizontal y la doble coma vertical. Es obvio que una posición distinta le otorgará a las dos comas distintas funciones textuales, que deberán operar al menos en dos planos y acabarán por modificar tanto el significado como el significante. Un renombrado lingüista polaco, profesor de la Universidad de Cambridge, ya ha sugerido si no estamos, en realidad, ante dos signos distintos (la doble coma horizontal y la doble coma vertical), lo que complica mucho más el sentido de las pausas, la cisura, el hiato, que se abre en la oración y sus múltiples sentidos.

Mientras los gramáticos y académicos discuten, los fabricantes de ordenadores, tabletas y toda clase de dispositivos han saludado al nuevo signo y le han dado la bienvenida con una carrera contra reloj para incorporarlo a los teclados y hacerse con una buena tajada del mercado, que muy pronto será del cien por ciento de las máquinas y los usuarios pues nadie podrá prescindir de él.

Se ha anunciado ya el Primer manual de uso de la doble coma y se espera que pronto se ajusten los planes de estudio de las escuelas primarias y secundarias. Todo el mundo está de acuerdo en que la doble coma o las dos comas llegó para quedarse, y una vez que nos acostumbremos, dicen, no podremos vivir sin ella, aunque tal vez tendríamos que decir sin ellas. Y es que, en verdad, llegaron para quedarse porque además de necesarias son encantadoras, deliciosas e irresistibles.

15 de noviembre de 2013

Una novela cada día

Durante una semana de julio de 2013 elegí para mis improbables alumnos de una asignatura imposible que llamaría “Las noticias y la ficción o cada noticia encierra una novela I”, diez noticias raras, extrañas, algo absurdas o sorprendentes o que mueven a la indignación que encontrara en los periódicos para cotejarlas con eso que solemos llamar la imaginación literaria.

Decidí excluir guerras, injusticias y conflictos, desastres humanos o naturales, por considerarlos temas más propios de la poesía épica que de la novela, siempre subjetiva y creada para narrar una historia, las vicisitudes de una vida (Flaubert y Stendhal encontraron en los diarios y gacetas el origen de sus obras maestras). El tiempo y el lugar son irrelevantes: casi siempre y en todas partes obtendría los mismos resultados. Los inexistentes alumnos tendrían que explorar las cualidades literarias y la posibilidad de escribir un relato a partir de esos sucesos. En esa semana tuve noticia de que:

1. Científicos de la Universidad de Utah han descubierto una nueva especie de dinosaurio, al que han llamado Nasutoceratops titusi porque poseía una cabeza con una gran nariz y enormes cuernos. Los paleontólogos han explicado que pertenece a la familia de los triceratops, aunque “está fuera de la norma de este grupo”.

Mark Loewen, director de la investigación, ha explicado que los cuernos y la nariz de esta especie eran por mucho “los más grandes” de cualquiera de su familia de dinosaurios. Los cuernos se curvan hacia los lados y hacia adelante.

Loewen ha comentado: “Nunca se ha visto nada igual" y "ni siquiera se podría suponer la existencia de este animal". El estudio de la Universidad fue publicado en la revista Proceedings of the Royal Society.

Entre sus características, además de su enorme nariz y cuernos, destaca que el dinosaurio era herbívoro, medía unos cinco metros de largo, tenía una especie de cuello festoneado detrás de la cabeza y pesaba unas dos toneladas y media. Los huesos del dinosaurio fueron hallados en 2006 y no se había ratificado que se trataba de una nueva especie porque tardaron años en limpiar el fósil y reconstruir con precisión las características del animal, según Loewen, quien también trabaja para el Museo de Historia Natural de Utah.

Los fósiles fueron encontrados en rocas de unos 75 millones años, lo que ha permitido afirmar que el dinosaurio habitó la Tierra durante el período Cretácico. Los expertos han señalado que los fósiles se hallaron en un desierto al sur de Utah, que una vez perteneció a un continente llamado Laramidia (que años más tarde pasó a formar parte de Norteamérica). Este sitio es considerado como un lugar rico en fósiles, ya que se han hallado otros dos tipos de dinosaurios con cuernos y uno con pico de pato (hadrosaurios).

***
2. Alessandro Bastianoni, italiano de 48 años, jugador de póquer, que ganó una fortuna gracias a su habilidad para las cartas, fue hallado muerto en un departamento de Miraflores, en Lima, Perú. Al parecer, decidió suicidarse con veneno mezclado con refresco tras haber perdido seiscientos mil dólares en dos campeonatos de póquer.

Su novia denunció su desaparición y dijo que la última vez que hablaron le dijo que había perdido mucho dinero. “Su voz denotaba una tristeza profunda.” En el departamento encontraron un maletín con ciento cuarenta mil dólares y una carta del puño y letra de Bastianoni en que pedía que se empleara el dinero para incinerar sus restos.

***
3. Expertos y turistas están en espera de la floración de la llamada “flor más grande del mundo”. La Amorphophalus Titanum (Aro Gigante, en español) de más de un metro y medio del Jardín Botánico de Washington, Estados Unidos, está a punto de florecer y tiene a la expectativa a los botánicos, funcionarios y turistas que van a visitarla. Como si se tratara de una pieza de arte, esta rara, espléndida y gigante flor, muy pronto mostrará su gran conducto polinizador, que atrae a una gran cantidad de insectos de kilómetros a la de redonda.

 “Estamos nerviosos e ilusionados porque no sabemos cuándo va a ocurrir exactamente, creemos que será en los próximos días, lo que sabemos es que cuando ocurra será muy temprano por la mañana", dijo el moderador de seres vivos del museo, William McLaughlin. "Es muy exótica y muy extraña, nunca había visto nada igual. Es fantástica. No se ve esto todos los días. Se han situado dos cámaras para seguir el acontecimiento por streaming.

La Titáncomo la llama el experto no tiene un ciclo de florecimiento anual. El tiempo entre brotes es impredecible, puede variar entre varios años y varias décadas. Esta flor necesita crear la suficiente energía para generar un brote tan espectacular. Además, apesta cuando brota", señala McLaughlin. Originaria de las selvas tropicales de Sumatra (Indonesia) y descubierta en 1878, "doce horas después de florecer desprende un olor fétido, como a carne podrida, durante otras doce, algo que impedirá estar cerca de ella durante mucho tiempo, pero es un evento excepcional desde el punto de vista de la botánica".

La planta tiene alrededor de siete años y "tenía el tamaño de un frijol cuando llegó al museo en 2007. Pesa más de ciento diez kilos y es su primer florecimiento. Cuando la planta brote dará una flor amarilla, la planta anterior que tuvimos fue carmesí. Una vez que florezca totalmente, permanecerá viva de 24 a 48 horas, luego se marchitará muy rápidamente", puntualiza McLaughlin.

"La Titán requiere unos cuidados muy especiales y una temperatura adecuada, tanto de día como de noche. En este momento el invernadero está a unos 32 grados, aunque son capaces de vivir en condiciones más frescas, de hasta quince grados". Una gran humedad y mucho espacio también son necesarios para un correcto crecimiento. "No se puede tener en casa", indica sonriendo.

***
4. Una joven noruega, Marte Deborah Dalelv, tras denunciar a la policía que había sido violada por un compañero de compañero de trabajo, ha sido detenida, juzgada y condenada a dieciséis meses de cárcel por mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, falso testimonio y consumo de alcohol.

Parece una pesadilla o el guión de una película de serie B, pero es lo que le ha sucedido a la noruega Marte Deborah Dalelv en Dubái, según ha hecho público la víctima y ha confirmado el Emirates Centre for Human Rights (ECHR). “Informó a las autoridades de Dubái que había sido violada el 6 de marzo, pero le confiscaron el pasaporte y el dinero, y la encausaron cuatro días después”, señala el comunicado de esa organización de defensa de los derechos humanos.

Dalelv, una decoradora de 24 años que trabajaba en el vecino Catar, había viajado a Dubái unos días antes con otros compañeros. Una noche fueron a una discoteca y estuvieron bebiendo. En algún momento, la mujer pidió a uno de ellos que la acompañara de vuelta al hotel. “A la mañana siguiente al despertar [me di cuenta de que] me había violado, me había quitado la ropa y estaba tumbada boca abajo”.

Entonces acudió a la policía para presentar una denuncia, pero cuando el agente le preguntó si había recurrido a ellos “porque no le había gustado” la relación, comprendió que no le estaban creyendo. Empezó entonces su calvario. Fue enviada a prisión y acusada de haber mantenido relaciones sexuales fuera del matrimonio, algo que está penado en Dubái y en el resto de los miembros de la federación de Emiratos Árabes Unidos. Además, fue imputada por falso testimonio y consumo de alcohol sin tener licencia, un permiso que por otra parte sólo pueden obtener los residentes y que ningún establecimiento solicita.

Su agresor, cuya identidad no ha trascendido, deberá cumplir 13 meses de prisión por relaciones sexuales fuera del matrimonio. Para poder ganar un juicio por violación la legislación emiratí, basada en la Sharía o ley islámica, requiere que haya o una confesión del violador, o el testimonio de cuatro testigos varones y adultos.

“Este veredicto choca con nuestra noción de justicia. Es muy raro que alguien que denuncia una violación sea inculpada por delitos que en nuestra parte del mundo no se consideran tales”, ha declarado el ministro de Exteriores noruego, Espen Barth Eide. El caso muestra "la posición legal de la mujer en muchos países", ha añadido, para expresar el compromiso del Gobierno noruego con los derechos de la mujer, especialmente en este caso.

(El de Marte Deborah Dalelv no es un caso aislado. En 2008, la australiana Alicia Gali pasó ocho meses en una cárcel de Fuyaira, Emiratos Árabes, acusada de haber mantenido relaciones fuera del matrimonio. Gali trabajaba en un salón de belleza en el hotel Le Méridien. Una noche salió a tomas una copa con compañeros de trabajo. A la mañana siguiente, cuando despertó, aseguró encontrarse "desnuda, con costillas rotas y numerosos moratones". Cuando fue a poner una denuncia, no sabía que la ley local establece que una denuncia de violación sin pruebas equivale al delito de mantener relaciones extra matrimoniales. Los acusados testificaron que las relaciones fueron consentidas, ya que no existían pruebas de violación. Gali fue encarcelada durante ocho meses y luego puesta en libertad, en marzo de 2009.)

***
5. Investigadores de la universidad escocesa de Saint Andrews ha descubierto nuevas evidencias que prueban que los delfines se llaman unos a otros por el nombre. Su estudio ha revelado que estos mamíferos marinos utilizan un silbido único para identificarse entre ellos. Cuando un delfín escucha que otro está imitando su señal acústica, responde a esa llamada repitiendo el sonido. El estudio, referido en concreto a la especie Tursiops truncatus, ha sido publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences.

Hace tiempo que se sospechaba que los delfines se servían de silbidos distintivos para identificarse, de un modo similar al que los humanos utilizan los nombres. Antiguas investigaciones habían probado que estos animales recurrían a menudo a estas llamadas y que los miembros de un mismo grupo eran capaces de aprender a imitar sonidos no habituales.

No obstante, esta es la primera vez que se ha demostrado que los delfines responden cuando son llamados por su nombre. Para la investigación, los científicos grabaron a un grupo de delfines Tursiops y capturaron la señal acústica identificativa de cada animal. Después, reprodujeron estos sonidos mediante altavoces acuáticos. Así descubrieron que los especímenes solo respondían a su propia señal, imitándola.

El equipo de científicos sostiene que es un comportamiento típico de humanos. El doctor Vincent Janik, de la Unidad de Investigación de Mamíferos Marinos de la Universidad de Saint Andrews, apunta que esta habilidad probablemente ayude a los animales a mantenerse unidos en un grupo en su vasto hábitat acuático.

"La mayor parte del tiempo no pueden verse, ni pueden olerse debajo del mar, y el olfato es un sentido muy importante para que los mamíferos se reconozcan", explica el doctor Janik, "Tampoco tienden a quedar en un lugar concreto, así que no tienen nidos o madrigueras a las que volver".

Los investigadores creen que esta es la primera vez que se reconoce este comportamiento en un animal, aunque existen estudios que sugieren que algunas especies de loros utilizan sonidos para identificar a sus compañeros de grupo. El doctor Janik afirma que entender cómo esta habilidad ha evolucionado en paralelo en diferentes especies podría proporcionarnos más información sobre cómo se ha desarrollado la comunicación entre los humanos.

***
6. Un estadounidense despierta sin memoria y hablando en sueco. El pasado febrero, Michael Boatwright, de 61 años, fue encontrado inconsciente en un motel de Palm Springs, California. En cuanto lo encontró, la policía lo trasladó a un centro médico.

No sabe qué le ha sucedido y no recuerda su pasado. Dice llamarse Johan Ek, aunque cuando lo encontraron tenía cuatro documentos -entre ellos un pasaporte-, que le identifican como Michael Thomas Boatwright. Las autoridades piensan que Boatwright podría haber participado en un torneo de tenis, ya que encontraron una mochila con ropa de deporte y raquetas.

Un mes después de su aparición, los médicos le diagnosticaron amnesia global transitoria, que puede durar meses; se trata de un síndrome poco común provocado por un trauma físico o emocional.

Tras una extenuante búsqueda, la policía ha encontrado, en los registros públicos suecos, documentos que podrían certificar que Boatwright vivió en Suecia durante 1981 y 2003. Algunos suecos lo han identificado como el estadounidense con gran interés por la historia medieval. Olof Sahlin declaró a Associated Press que lo conoció gracias a su interés por la historia. Lo definió como una persona “amable, simpática y un poco reservada”.

Lisa Hunt Vázquez, la trabajadora social asignada a este extraño caso, declaró a The Sun que Boatwright no puede valerse por sí mismo, no recuerda cómo sacar dinero de un cajero o cómo abordar un autobús; tampoco recuerda a su mujer ni a sus hijos.

***
7. Olga Dogaru, rumana, asustada por los robos de su hijo Radu Dogaru, en su afán de protegerle quemó en una estufa casera los siete cuadros robados por Radu en 2012 en el Centro de Arte de Rotterdam (Kunsthal), Holanda.

Según su testimonio, aceptado por la justicia de su país, la banda de seis miembros de la que formaba parte Radu no logró vender a la mafia rusa ni tampoco a un modista rumano, las telas de Monet, Picasso, Matisse, Gauguin, Lucian Freud y Meyer de Haan sustraídas del Kunsthal.

Al ver que se estrechaba el cerco policiaco, Olga primero enterró las telas en el cementerio de una iglesia en el pueblo de Carcaliu, al este de Rumania. Desesperada, optó después por destruirlas en el fuego. “Prendieron en seguida y se quemaron del todo”, ha declarado.

Los fiscales rumanos aceptan que los cuadros han sido calcinados, pero el análisis de las supuestas cenizas pictóricas —que podría demorarse varios meses— continúa. A falta de informe definitivo, la dirección del Kunsthal, y los fiscales holandeses, se aferran a una versión esperanzadora de esta historia. Es decir, que Olga Doradu haya mentido y los cuadros aparezcan por fin. O que tal vez solo quemó unos pocos guardando el resto.
El robo del grupo de Radu, perpetrado el 16 de octubre de 2012, levantó una tormenta en Holanda. El Kunsthal de Rotterdam presumía de contar con un sistema de seguridad por computadora, manejado a distancia desde una central externa, que hubiera debido avisar a la policía en tiempo real en caso de asalto. Tanto es así, que la noche del robo no había guardas en el interior de la sala. Ni esa ni ninguna otra, y los holandeses se sienten burlados: los ladrones no fueron detenidos, pero fueron grabados a detalle por las cámaras internas de seguridad. Se les ve claramente entrar encapuchados, y salir con el botín.
En pocos minutos se perdieron los óleos Cabeza de arlequín, de Picasso (1971); La lectora en blanco y amarillo, de Henri Matisse (1919); El puente de Charing Cross y El puente de Waterloo, de Londres, dos pasteles de Claude Monet (1901); además de Mujer ante una ventana abierta, de Paul Gauguin (1888); Autorretrato, de Meyer de Haan (1889-1891), y Mujer con los ojos cerrados, pintado por Lucian Freud en 2002. Los cuadros están valorados en dieciocho millones de euros.

***
8. Un hombre, de 45 años, falleció tras participar en un concurso de beber cerveza en las fiestas de la pedanía murciana de Gea y Truyols, Murcía, España.  Según testigos, el fallecido, licenciado en Historia y celador del Hospital Universitario de Morales Meseguer, ganó el concurso al beberse unos seis litros de cerveza en tan solo 20 minutos. Sorprendentemente, luego se sintió mal y vomitó, por lo que los vecinos pidieron auxilio médico.

Las bases del Gran Concurso de Cerveza son muy sencillas: hay que beber sin parar el mayor número de 'minis' de cerveza en 20 minutos y hasta que el cuerpo aguante. Al parecer, el cuerpo del licenciado no aguantó. Los servicios de emergencia recibieron un llamado sobre las nueve de la noche y al lugar acudió una ambulancia de Corvera, que trasladó al bebedor al hospital Virgen de la Arrixaca, con paro cardiorrespiratorio. El hombre llegó muerto a la puerta de Urgencias.

La pedanía ha suspendido las fiestas, en honor de la Virgen del Carmen, y decretado tres días de luto.

***
9. Los calvinistas holandeses sufren una epidemia de sarampión por su negativa a vacunarse por motivos religiosos. La epidemia se ha desatado en el denominado Cinturón Bíblico holandés, zona de mayoría calvinista que cruza el país de oeste a este.

Lo que ha motivado un debate sobre el derecho del Estado a obligar a los padres a proteger a sus hijos de enfermedades infecciosas evitables. La cifra oficial de niños afectados asciende a 466, pero el Instituto Nacional de Salud Pública calcula que puede ser 10 veces mayor. “En esa comunidad, no todo el mundo acude al médico ni alerta a las autoridades sanitarias”, señalan los virólogos, que han puesto en marcha una campaña urgente de inoculación para seis mil bebés.

Su credo de los calvinistas les lleva a anteponer el “plan de Dios y las pruebas mandadas a sus criaturas”, a la evidencia científica sobre el riego y prevención del virus. Otros ortodoxos, por el contrario, admiten que la presión social les lleva a no vacunar a sus hijos. Los que abren la puerta al médico si acude a domicilio, actúan con vergüenza y a escondidas para no ser marginados por los suyos.

En 1971, la misma visión bíblica favoreció la aparición de una epidemia de poliomielitis que acabó con la vida de cinco menores y dejó con secuelas a otros 44. En 1999 hubo un segundo brote.

Aún no se alcanza el pico de la epidemia, y los reproches entre predicadores y políticos han adquirido dimensiones insospechadas. Los primeros ofrecen su apoyo pastoral a las familias y advierten, como Wouter Pieters, de que “nada hay por encima de la Biblia”. “Los servidores públicos pueden hablar en nombre propio, pero el creyente decide por sí mismo bajo la mirada del Señor”. Respondía así al llamamiento de la antigua ministra de Sanidad, Els Borst, a la vacunación. “No va en contra de Dios. Y si todo es voluntad divina, también lo son las vacunas”, dijo ella. Su postura fue refrendada por el propio primer ministro, Mark Rutte, creyente y protestante, que considera imposible “que el Creador quiera que estos niños sufran las consecuencias de una enfermedad peligrosa”. “En este mismo mundo creado por Él hay vacunas”, señaló, en su alocución semanal de los viernes. Edith Schippers, titular de la cartera de Sanidad, y miembro a su vez del partido en el poder, prefirió poner la nota pragmática: “Si bien el sarampión no es inocuo y no vacunar es un error, vivimos en un país libre”.

Con el debate acalorado, la senadora Heleen Dupuis, se ha atrevido a pedir que “el Estado proteja a los niños de sus padres”. “Es hora de abrir la discusión sobre la posibilidad de una vacunación obligatoria. También lo es la educación elemental. Otra manera, si se quiere, de forzar la voluntad paterna”, declaró en el informativo nocturno Nieuwsuur. A partir de aquí, la religión y la ciencia, enfrentadas como nunca, han cedido terreno al principio de la separación de la Iglesia y el Estado. Y las opiniones se han multiplicado. Desde el historiador Hans van der Jagt, estudioso del protestantismo nacional, que ha escrito en el rotativo De Volkskrant lo siguiente: “Los únicos que tienen la respuesta son los creyentes mismos. Pero estamos ante un grupo marginal y egoísta de ortodoxos protestantes […] Van desapareciendo, pero ni Rutte ni la sociedad puede cambiarles”. Al predicador y profesor de teología Arnold Huijgen, que lamenta “la falta de respeto del Estado, con sus constantes intromisiones, por las libertades ciudadanas”. “¿Adónde vamos a llegar?”, se pregunta. "Los virus forman parte del plan de Dios", dice un predicador.

Con la sociedad en vilo por la suerte de los niños enfermos, y el temor a que la epidemia salte al resto del país, El Instituto Nacional de Seguridad Pública preparaba seis mil cartas dirigidas a la comunidad calvinista para invitarla a vacunar a los niños.

***
10. El oro que existe en la Tierra (y en el resto del Universo) tuvo su origen, según los últimos datos, en cataclismos cósmicos difíciles de imaginar, concretamente en el proceso de formación de agujeros negros como consecuencia de la colisión de estrellas.

Hace seis semanas se detectó un estallido de rayos gamma de corta duración (solo duró dos décimas de segundo), que es uno de los procesos más energéticos observables en el Universo, e inmediatamente se centraron en esa zona del cielo los más avanzados telescopios, porque los científicos quieren saber a qué se deben. Primero con el Magallanes, en Chile, y luego con el telescopio espacial Hubble se observaron los restos en luz visible y luz infrarroja de esta explosión.

Estas observaciones son las que mejor sostienen hasta ahora la hipótesis de que estos estallidos de rayos gamma proceden de la colisión de estrellas de neutrones, según científicos del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian. El resplandor observable durante los días siguientes es lo que ha indicado que allí, por desintegración radiactiva, se crearon cantidades sustanciales de elementos químicos pesados, incluido el oro.

El oro es escaso en la Tierra (a pesar de que se calcula que están sin extraer el 80% de las reservas) y es también escaso en el Universo. Tampoco era muy accesible la hipótesis anterior, de hace unos 20 años, que situaba el origen del oro (y de muchos otros elementos pesados) en las explosiones estelares conocidas como supernovas. Precisamente de las supernovas surgen las estrellas de neutrones, densísimas y muy pequeñas. Si chocan dos estrellas de neutrones y se forma, como se cree, un agujero negro, en el proceso se podría decir que se emiten rayos y centellas.

“Hemos calculado que la materia eyectada tras la colisión es aproximadamente equivalente al 1% de la masa del Sol y que la cantidad de oro en ella es hasta 10 veces la masa de la Luna, lo que nos da un valor de mercado actual de 1 seguido por 28 ceros en dólares”, explicó medio en broma Edo Berger, que ha dirigido la investigación. Asegura que con este mecanismo (explosiones de este tipo se producen cada centenas de miles de años en una galaxia) se puede justificar la formación de todo el oro del universo, aunque no descarta que las supernovas sean el origen de una pequeña parte. La reciente colisión se produjo en una galaxia similar a la Vía Láctea pero muy lejana. El brillo del estallido superó durante unos instantes el brillo total de la galaxia.


Cada día, una experiencia personal apuntalada en la imaginación por la memoria, las confesiones de un amigo o la conversación que escuchamos furtivos en un autobús o de la mesa de junto en un café y alguna noticia del periódico de cada día encierran la posibilidad de un relato que podría ser digno de contarse. Que una historia como argumento y trama encuentre a su novelista es tan improbable como que uno de esos alumnos inexistentes narre la novela de alguna de esas noticias que le he guardado. Por eso, entre otras razones, una buena novela tiene algo de imposible y siempre nos sorprende como un milagro.

10 de noviembre de 2013

La permanencia literaria de un amor

Edna Lieberman conoció a Roberto Bolaño en México cuando eran muy jóvenes, ella no llegaba a los veinte, él era unos años mayor. Luego se encontraron en Barcelona. Un día él la invitó a tomar un café con leche. Ese encuentro fue decisivo. El amor que a todos ronda, sobre todo en la juventud, hizo lo suyo. Entonces decidieron vivir juntos. Un año después, más o menos, se separaron. Edna se fue a Italia. No volvieron a verse. Bolaño no la olvidó. La evocó como un personaje clave y recurrente a lo largo de sus libros.

Todo esto, su particular ajuste de cuentas con ese amor, esa historia inconclusa, su tomentosa relación con Bolaño lo cuenta Edna en su libro Cartas a mi fantasma (Editorial Terracota). A mí me la contó un sábado en la mañana mientras tomábamos café en la terraza de una librería muy bella y particularmente bien surtida. Me habló de su encuentro tardío con la obra del escritor chileno. De su creciente sorpresa al ver su nombre o ser aludida sin posibilidad de error o confusión a lo largo de muchos libros y muchos poemas. “Roberto nunca me olvidó”, me dijo Edna. “Te lo voy a demostrar”.

Entramos a la librería, abría un libro y me mostraba dónde aparecía. Tomaba otro y volvía a decirme quién y cómo era en esa obra. A veces, su mención es textual, con todas sus letras, su identidad apenas se oculta bajo velos translúcidos, puestos más para mostrar que para ocultar.

A lo largo de toda la obra, a lo largo de casi treinta años, Edna aparece como Edith Oster en Los detectives salvajes; en Amberes es la mexicana, judía, pecosa, de piernas flacas y pelo caoba; en Tres, es la desconocida que desaparece en su Atlántida; en Llamadas telefónicas, la mexicana; en 2666 es Edna Miller; en Los sinsabores del verdadero policía es Edith Lieberman.

También está presente en la poesía. Entre otros, en los poemas “Musa”, “Te alejarás”, “En realidad quien tiene más miedo soy yo”. En otros poemas la evoca por su nombre: uno se llama “Para Edna Lieberman” y otro “El fantasma de Edna Lieberman”, que dice:

Te visitan en la hora más oscura / todos tus amores perdidos. / El camino de tierra que conducía al manicomio / se despliega otra vez como los ojos / de Edna Lieberman, / como sólo podían sus ojos / elevarse por encima de las ciudades / y brillar. / Y brillan nuevamente para ti / los ojos de Edna / detrás del aro de fuego / que antes era el camino de tierra, / la senda que recorriste de noche, / ida y vuelta, / una y otra vez, / buscándola o acaso / buscando tu sombra. / Y despiertas silenciosamente / y los ojos de Edna / están allí. […]

Estos testimonios, estas menciones, esa presencia constante de Edna en la literatura de Roberto Bolaño dicen mucho de la importancia que tuvieron uno para el otro en sus vidas. Para él, a lo largo tantos años y tantos libros. Para ella, a partir del descubrimiento del lugar que tiene en tantas páginas del escritor que la amó. Yo leo y escucho con asombro, pienso en esa memoria viva, en esa constancia, en esa permanencia literaria del amor.

Edén Ferrer: Epiclesis

 Hay un viejo debate, tal vez de origen francés, sobre la forma correcta de aproximación a una obra literaria. Por un lado Sainte-Beuve, decía que una obra es el reflejo de una vida y para conocer esa obra, para explicarla cabalmente y en su justa dimensión, es necesario analizar la biografía del autor.

Por otro lado, están los defensores de la obra por la obra misma. De éstos, entre los autores franceses, destacan Flaubert y Proust. Ellos dicen que la obra tiene autonomía, se presenta sola y vale por sí misma. La obra es y dice lo que dice al margen de su autor. La interpretación y valoración, claro, es asunto de cada lector.

Me gustaría hablar de Epiclesis (Fondo de Cultura Económica, México, 2013), la antología de los escritos de Edén recién publicada, con autonomía e independencia. Quisiera hablar de la obra desde la obra misma, pero no puedo, me lo impide un accidente afortunado. Yo conocí a Edén Ferrer.

Borges se jactaba de lo que había leído, no de lo que había escrito. Yo tengo motivos para celebrar a mis amigos (también para lamentar a los que he perdido, y no siempre porque llegaran al final del camino). Edén y yo fuimos amigos; conversé con él por unos cuantos años en el sentido más profundo y grave de la palabra. Edén era un amigo entrañable, un regalo de la vida y su presencia era en sí misma un hecho literario.

Edén era un hombre, luminoso, lúcido, brillante como tal vez no he conocido a otro. Tenía la cultura del que ha leído una biblioteca entera y la recordaba por artes de Funes, el Memorioso (podía recitar centenares de versos, dar puntualmente citas textuales y explicaciones eruditas, nombres, títulos de obras y se sabía más palabras de las que caben en el Diccionario).

Edén era simpático, tenía una sonrisa fresca, era amigo de sus amigos y de la conversación, de la tertulia, del café; vivía una fascinación cósmica por las mujeres, vestía como dandy (jamás, nadie, lo vio despeinado, con una camisa arrugada o los zapatos sucios) e iba a todas partes con un portafolios de piel en el que guardaba sus escritos que mostraba y daba copias a sus amigos en la primera oportunidad  (por eso conservamos fotocopias de poemas y relatos que permanecen inéditos).

También tenía una rebeldía incompatible con la vida ordenada y cotidiana, no tenía la sumisión del empleado modelo; tenía en cambio una sed de libertad que no le permitía ejercer con método y la disciplina debida el trabajo en una oficina, o el estudio académico y la docencia, para la que estaba particularmente dotado, y una imaginación portentosa que no le ayudaba a mantener los pies en la tierra.

Su experiencia de vida lo hicieron un outsider, un Perseguidor, en términos cortazarianos, un hombre al margen, solitario, siempre a contracorriente, rodeado de familiares y amigos (adoraba a Edurne, su pequeña hija). Viajero de la noche, buscador de la belleza y lo sublime, se le pasaban las horas sin que se diera cuenta.  Muchas veces se quedó a pasar la noche en mi casa, y una vez se instaló una semana entera. Cuando no conversaba, leía y escribía en silencio como un gato; apenas comía, pero sí había que dejar a la mano una botella de vino tinto, por lo menos.

Edén era un buscador de absoluto que de pronto desaparecía. Algunos de mis amigos de principios de los años ochenta fueron amigos de él y buena parte de aquellas amistades se sustentaban en una madeja de complicidades para cuidarlo ("¿Tú lo llevas? ¿Lo pones en un taxi? ¿Lo has visto?" "¿Qué sabes de él?" "¿Con quién está?", nos preguntábamos). Menudo, enjuto, quevedescamente flaco, era frágil al extremo e inimaginablemente sensible. Verónica Volkow escribió un retrato "Edén Ferrer, in memoriam (La Jornada, México, domingo 4 de febrero de 1996), un testimonio de primera mano sobre un escritor del que casi nadie sabía nada y casi nadie había leído.
Era más de diez años mayor que yo y por momentos parecía un hermanito menor. Un día se definió: "Soy como un niño que no tiene un papalote que lo lleve".  

Edén era un Poeta (con alta inicial, por supuesto), un goliardo fuera de siglo, un espíritu libre y liberador, disperso, que no se molestó en recoger o publicar su obra, por eso celebro la justa y necesaria aparición de Epiclesis. Es un acierto del Fondo de Cultura Económica la publicación de esta antología con la que queda resarcida, al menos parcialmente, una deuda con un escritor de primera línea y marginal. Ahora un libro de Edén Ferrer se inscribe en la Colección Letras Mexicanas por derecho propio, como bien dijo Joaquín Díez-Canedo, entonces director de la editorial. Además, es una edición muy bella, que Edén hubiera apreciado.

No me sorprendería que los críticos a partir coloquen a Edén en el cajón de los “raros” o “inclasificables” de nuestras letras. El asunto es irrelevante, en cambio me parece que la literatura de Edén Ferrer tiene muy pocos rasgos en común con la obra de sus contemporáneos.

No sé cuánto habrá escrito, tal vez relativamente poco. Muchas veces me habló de una novela a la llamaba “Ruelas”,  el trayecto a pie del personaje desde el barrio de San Ángel al Zócalo en el centro de la ciudad. La novela sucedería en dos planos: la descripción y comentarios arquitectónicos e históricos sobre la ciudad misma y el pensamiento –una suerte de flujo de conciencia– del personaje mientras camina y recorre la ciudad. Edén decía que tenía más de cien páginas escritas y no tengo la menor idea dónde podrían estar. Es posible que haya perdido manuscritos y originales, no soy el único que conserva poemas y relatos inéditos.

Epiclesis es una antología que incluye una novela corta (de espléndida factura que puede leerse en clave de al menos dos géneros), ficciones o relatos, breves ensayos y poemas, es una selección a la que no le sobran páginas pero sí le faltan poemas y cuentos, en particular los relatos humorísticos. Esa ausencia se echa de menos porque Edén tenía un altísimo sentido del humor, era un hombre que reía y sabía hacerlo. Para él la risa y el humor eran atributos de la inteligencia y dones del espíritu que bien supo cultivar y hacer compatibles con su gravedad metafísica y un pensamiento serio y profundo (por algo anduvo un tiempo entre jesuitas).

Bienvenido sea Epiclesis, el libro, cuyo título es una palabra que no recoge el Diccionario pero sí la teología, lo que no debe sorprendernos, pues la obra de Edén es metafísica, una búsqueda y un ascenso de comunión cósmica antes que estrictamente religiosa. No es casual que de su poesía –tan seria, tan rica, tan inteligente, tan solemne– “Antífona” (Askesis), nombres que remiten a ese rasgo central de la poesía de Edén, sea el poema favorito de muchos lectores, y que en esta edición, en la página 168, aparece con una errata que Jorge Brash señala y espero sea enmendada en la primera reimpresión. Hablando de murciélagos, el poeta escribió guano (estiércol), habla del innoble aroma del guano fosilizado, y un mal duende de imprenta lo convirtió en gusano fosilizado.

La publicación de este libro, por tardía más gozosa (Edén murió en 1995, a sus cuarenta y seis años) es otro motivo para seguir pensando en él, para que gane lectores y el póstumo reconocimiento que merece. Para los que tuvimos la alegría de conocerlo, este libro, vínculo único con sus palabras, es también un pretexto inútil. No creo que nadie que haya conversado con él, nadie que lo haya conocido pueda olvidarlo.

Edén Ferrer era, en verdad, un hombre y un poeta extraordinario. (¡Evohé! ¡Evohé!, como sé que no hubieras dejado de decir, entrañable Edén, grandísimo traidor, pequeño cronopio, poeta mayor.)
__


(Texto, con pequeños cambios, leído en la presentación de Epiclesis en la librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica en la ciudad de México el jueves 7 de noviembre de 2013.)     

29 de septiembre de 2013

Maneras de morir

El 23 de agosto de 2012 llovió uno de esos ensayos del Diluvio que a veces anegan la ciudad de México. Gerardo Ortiz Gutiérrez, arquitecto de 53 años, hizo su última llamada telefónica poco antes de la medianoche, le informó a su hermana que la Avenida Insurgentes Sur y su coche estaban inundados. La llamada se cortó. Dejó el coche y, con papeles y documentos en la mano, trató de llegar al andén de la estación La Joya del Metrobús, más alto que el nivel de la calle. No lo logró.

Testimonios de automovilistas coinciden en que vieron a un hombre abrirse paso en el agua, cruzar la avenida y desaparecer antes de llegar a la estación. En Facebook un testigo apuntó que vio a un hombre caminar por el carril del Metrobús, con el agua a la cintura, y que de pronto, sí, desapareció.

Gerardo Ortiz Gutiérrez fue tragado por una alcantarilla sin tapa. La fuerza descomunal de la corriente lo arrastró por el sistema subterráneo del drenaje. Los bomberos lo hallaron una semana después, en la red de tuberías, en el subsuelo del centro de Tlalpan, a kilómetro y medio del sitio en que desapareció. El cuerpo fue identificado sin contratiempos por la familia; entre sus ropas encontraron sus pertenencias y documentos de identidad.

Heródoto, en Clío, el primero de los nueve libros de su Historia, narra el encuentro entre Solón, sabio y legislador ateniense, y Creso, rey de los lidios. Éste, guerrero y conquistador, inmensamente rico y poderoso, pero sobre todo enfermo de vanidad, le preguntó a su huésped si conocía al hombre más dichoso del mundo. 


Creso esperaba un elogio sobre su persona, quería escuchar del sabio que él era el más afortunado, pero Solón menciona a Telo, el ateniense, que tuvo una vida afortunada porque vio crecer a sus hijos y sus nietos, todos hombres de bien, con cualidades físicas y virtudes morales, en una ciudad próspera, y que tuvo una muerte gloriosa, pues en la batalla en defensa de su patria puso en fuga al enemigo y lo sepultaron con honores.

Creso, sorprendido, insistió. ¿Y luego de Telo quién es el hombre más dichoso? Solón menciona a Cléobis y Bitón, dos naturales de Argos, que a falta de bueyes arrastraron más de ocho kilómetros cuesta arriba el carro en el que iba su madre, sacerdotisa de Hera, a una ceremonia en honor de la diosa. Entre elogios de la multitud, la madre pide con fervor a Hera que les concediera el don más preciado que puede alcanzar un hombre. Cléobis y Bitón se retiraron a descansar y ya no se levantaron.

Creso, molesto, soberbio, le recrimina a Solón que a pesar de sus súbditos y riquezas, de las tierras y pueblos conquistados, no lo considere entre los hombres felices. Solón, prudente y con pesimismo ateniense, le dice que de los poco más de veinticinco mil días que es el término de la vida humana, no hay uno idéntico a otro y que la vida es una serie de calamidades, por lo tanto no puede llamarlo feliz ni dichoso hasta que no concluyan sus días. El infortunio puede estar al acecho, por ello mientras no se sepa cómo muere un hombre, es prudente suspender el juicio y no llamarle feliz o dichoso pues se ha visto desmoronarse la fortuna de los más favorecidos.

Hay maneras de morir. La enfermedad o la violencia de los hombres, un suceso lamentable suele ser casi siempre la causa. Borges nos recuerda que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises. Desearla, no es un hecho frívolo ni intrascendente. No sé quién dijo que la muerte es la prueba que todos superamos, pero no le falta razón.

Caer en una alcantarilla y ser arrastrado por la corriente al inframundo de la ciudad es tan extraño e improbable como la abducción por extraterrestres. De pronto, un día, los poderes del mundo, las armas homicidas, la furia de los dioses, las fuerzas descomunales de la naturaleza ponen fin a la vida de un hombre.

Unos mueren en el campo del honor, otros con dulzura mientras duermen; pero los más lo hacen con dolor y violencia, antes de tiempo (siempre se podría pedir un día más) o con inhumana lentitud. No encuentro respuestas que expliquen las infaustas circunstancias, sólo sé que no siempre los hombres de bien, según Solón, han sido los más felices.

11 de agosto de 2013

Los nombres de las cosas

Todas las cosas tienen su nombre. Todo lo visible y lo invisible, lo que existe y lo que puede ser imaginado tiene una palabra que lo distingue y lo nombra, que estimula la lengua y el paladar, el oído, y evoca una idea tan precisa y amplia como la que se representa con absoluta nitidez cuando decimos agua o guitarra.

Todo tiene nombre en este mundo. Los mares y los vientos, las estrellas y los cuerpos celestes, cada montaña y cada mar y cada río, las islas, los animales, las flores y los frutos, las plantas, los árboles, los minerales, las rocas, las tierras y las arenas. Los actos de las bestias y los de los hombres (que se conjugan en verbos), las emociones y los sentimientos, las construcciones verbales del pensamiento y la razón, los colores y su gama casi infinita de matices, las enfermedades casi inocuas y las letales, y los fenómenos y cambios físicos y químicos, los sucesos fantásticos y los de las pesadillas.

Todo tiene un nombre. Cada país, cada valle, cada región, cada lugar, cada calle, cada sendero, cada ciudad, cada urbe, cada caserío, cada edificio erigido para un fin, y cada prenda de vestir y cada instrumento y cada letra. También cada moneda y cada parte del cuerpo, de todos los cuerpos. También tienen su nombre todas las máquinas y todas las piezas que conforman un gran barco, un motor, todos los procedimientos y técnicas de todos los trabajos, de todas las profesiones y especialidades y de todos los oficios.

Todos los ángeles y seres invisibles y monstruos de los mares y del espacio; todos los conceptos y términos de la Filosofía, la Teología, las Matemáticas y el Derecho. Todas las ceremonias y todos los juegos, las operaciones mentales y las figuras retóricas y todas las partes de la oración y de la lengua según la Gramática, y todas las cifras y sus combinaciones y operaciones y todos los números.

Todo tiene su nombre y su definición y todo cabe en todos los diccionarios del mundo. Y no es lo mismo papel, que papel carta o papel de estraza o papel biblia o papel cebolla o papel blanco o papel cuché o papel de arroz o papel higiénico o papel carbón, y así todas las cosas, pues no es lo mismo una piragua que una balsa que una almadía que un kayak que un bote o una lancha, y tampoco es lo mismo los alisios que los contralisios o el siroco, el noto, el mistral, el cierzo.

Todos los días veo cosas y sucesos y fenómenos cuyos nombre desconozco, abro un diccionario y encuentro palabras que no uso, que nunca he escuchado, inauditas, cuyo significado me sorprende y a la vez me ofrecen una definición insospechada que también me habla de los estrechos límites de mi conocimiento del mundo, de otros oficios y otras culturas y otros tiempos.

Que tarea formidable darle nombre a todas las cosas, en todas y cada una de las lenguas que se hablan en el mundo. Que prodigio darle nombre a una hormiga que apenas se distingue de otra por su color o su tamaño. Y cada uno de nosotros tiene un nombre, una combinación de letras y palabras que nos forman y conforman.

Y cuando algo en el universo no tiene nombre, si eso aún es posible (el Bosón de Higgs tenía nombre y atributos, antes de que se tuviera la certeza de su existencia), un ejército de científicos, un astrónomo o un ingeniero naval, un zoólogo o un químico, un jurista o un poeta nos dirá el nuevo nombre de lo que no había sido nombrado.

Es pasmoso. Todas las cosas de este mundo tienen un sustantivo que las nombra; todas las acciones un verbo que las dice y se conjuga; un adjetivo que les da vida y las explica. Me siento apabullado bajo el peso alado y poético y denso y procaz de todas las palabras, de los nombres de todas las cosas. 

En el nombre y sus palabras reside la metafísica y la poesía de las cosas. Extraer de los nombres su poética, darle a las cosas su luz, fijar los atributos que las animan, es tarea de los mejores. Dice Borges con lucidez infinita: Si (como afirma el griego en el Cratilo) / El nombre es arquetipo de la cosa, / En las letras de rosa está la rosa / Y todo el Nilo en la palabras Nilo.  


Qué prodigio, las palabras. Me quedo sin habla. Escribo desde el asombro.



18 de julio de 2013

Brendan Behan en Nueva York

Alguien me habló hace tiempo de Brendan Behan. Luego, leí una reseña de su libro y finalmente su nombre apareció en el artículo de una revista o un periódico. Se había despertado mi curiosidad por este contador de historias, así que cuando me topé con Mi Nueva York (Marbot Ediciones; Barcelona, 2012) en una librería lo compré sin pensarlo demasiado. 

Una de las primeras noticias que tuve de él fue una sucinta semblanza, una autobiografía, ejemplar y modélica en su brevedad: «Soy un alcohólico con problemas de escritura». Bien vista, ahí está mucho de lo que conviene saber. En ese momento supe que Behan era escritor, alcohólico, que no se engañaba sobre sí mismo ni quería endulzar su imagen ante sus lectores; era honesto y decía la verdad. 

Había estado vinculado al Ejército Republicano Irlandés y por ello pasó un tiempo en la cárcel, fue pintor de casas y excéntrico profesional. Todas esas me parecieron muy buenas razones para leerlo.

Mi Nueva York es una obrita modesta, menor y divertida, con gran sentido del humor y estupendas anécdotas, seguramente las mentiras que deben esperarse de un gran contador de historias. No olvidemos que es el relato de un irlandés (los irlandeses son grandísimos contadores de historias y quizá los mejores embusteros del mundo) que no para de hablar de sí mismo. 

Uno puede imaginarlo en un bar neoyorkino, bebiendo whisky, contando sus aventuras sin parar, simpático y hablador, con un cigarrillo en los labios.

Se supone que Behan va a contar sus impresiones de la Gran Manzana, pero se las arregla para hablar de Irlanda y lo irlandés (como de una vocación y un destino, no de un lugar y del accidente de nacer allí, de la cruz que implica llevar la idiosincrasia irlandesa), la gente que conoció pero sobre todo de sí mismo. Sin embargo, algo hay de la promesa original del título del libro: aparecen bares y restaurantes, rincones y lugares neoyorkinos. 

Los juicios de Behan son sinceros, simples, claros, lúcidos, ingeniosos. Con todo, lo mejor del libro es cuando una y otra vez habla de sí mismo y pareciera que Nueva York es un pretexto para hablar de su tema favorito con oportunas digresiones salpicadas de humor irlandés. Los giros de estilo son sutiles, elegantes. Behan se comporta como un caballero, lo que ya es decir, y aunque promete poca política, en su libro hay mucha política, por supuesto, y no desde la política misma.

Además de aquella magnífica autobiografía citada, Behan se presenta así: «No soy un sacerdote sino pecador. No soy psiquiatra sino neurótico. Mis neurosis son las herramientas con las que me gano la vida. Si me curase, tendría que volver a pintar casas», digamos que podría ser útil. 

«Alguien me preguntó una vez si era un escritor de clase trabajadora. Pues bien, soy ciertamente de origen trabajador pero no me considero un escritor de clase trabajadora, ni un escritor irlandés, ni de ninguna otra secta especializada. Me considero simplemente un escritor», citable, digna de recordarla para cuando haga falta.

«Me apresuro a añadir que la única persona que conocí en Irlanda que se negara a aceptar un trabajo honesto con un sueldo aprobado por los sindicatos fui yo mismo», reveladora, sin duda. «Lo más importante en este mundo es tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera», toda una confesión. 

«Yo aprendí el uso del whiskey a la edad de seis años, cuando mi abuelo dijo: "Dádselo a probar ahora, y no querrá ni una gota cuando sea mayor", lo cual, supongo, es lo más inexacto que se ha dicho en toda la historia», toda una biografía, una saga familiar, entre patética y conmovedora.
Alguien que escribe con tanta franqueza de sí mismo, puede volverse entrañable. El libro, un divertimento ideal entre la lectura de dos libros de gran calado, tiene numerosas ilustraciones de Paul Hogarth sobre la ciudad.

Un libro lleva a otro. El de Behan me hizo volver a El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell, admirable por su imagen de Nueva York y un vagabundo neoyorkino. 

Debe de haber muchos libros sobre las grandes ciudades, pero del subgénero «Nueva York», textos literarios dedicados o debidos a la ciudad, no deben olvidarse los poemas y escritos de García Lorca, Pasolini, Paul Morand y las en verdad notables crónicas instantáneas de Antonio Muñoz Molina en Las ventanas de Manhattan

Sin duda hay muchos más, y que conste que no me refiero a libros que sucedan en Nueva York, la lista de éstos sería, empezando por las historias de Henry James, simplemente interminable.