18 de julio de 2013

Brendan Behan en Nueva York

Alguien me habló hace tiempo de Brendan Behan. Luego, leí una reseña de su libro y finalmente su nombre apareció en el artículo de una revista o un periódico. Se había despertado mi curiosidad por este contador de historias, así que cuando me topé con Mi Nueva York (Marbot Ediciones; Barcelona, 2012) en una librería lo compré sin pensarlo demasiado. 

Una de las primeras noticias que tuve de él fue una sucinta semblanza, una autobiografía, ejemplar y modélica en su brevedad: «Soy un alcohólico con problemas de escritura». Bien vista, ahí está mucho de lo que conviene saber. En ese momento supe que Behan era escritor, alcohólico, que no se engañaba sobre sí mismo ni quería endulzar su imagen ante sus lectores; era honesto y decía la verdad. 

Había estado vinculado al Ejército Republicano Irlandés y por ello pasó un tiempo en la cárcel, fue pintor de casas y excéntrico profesional. Todas esas me parecieron muy buenas razones para leerlo.

Mi Nueva York es una obrita modesta, menor y divertida, con gran sentido del humor y estupendas anécdotas, seguramente las mentiras que deben esperarse de un gran contador de historias. No olvidemos que es el relato de un irlandés (los irlandeses son grandísimos contadores de historias y quizá los mejores embusteros del mundo) que no para de hablar de sí mismo. 

Uno puede imaginarlo en un bar neoyorkino, bebiendo whisky, contando sus aventuras sin parar, simpático y hablador, con un cigarrillo en los labios.

Se supone que Behan va a contar sus impresiones de la Gran Manzana, pero se las arregla para hablar de Irlanda y lo irlandés (como de una vocación y un destino, no de un lugar y del accidente de nacer allí, de la cruz que implica llevar la idiosincrasia irlandesa), la gente que conoció pero sobre todo de sí mismo. Sin embargo, algo hay de la promesa original del título del libro: aparecen bares y restaurantes, rincones y lugares neoyorkinos. 

Los juicios de Behan son sinceros, simples, claros, lúcidos, ingeniosos. Con todo, lo mejor del libro es cuando una y otra vez habla de sí mismo y pareciera que Nueva York es un pretexto para hablar de su tema favorito con oportunas digresiones salpicadas de humor irlandés. Los giros de estilo son sutiles, elegantes. Behan se comporta como un caballero, lo que ya es decir, y aunque promete poca política, en su libro hay mucha política, por supuesto, y no desde la política misma.

Además de aquella magnífica autobiografía citada, Behan se presenta así: «No soy un sacerdote sino pecador. No soy psiquiatra sino neurótico. Mis neurosis son las herramientas con las que me gano la vida. Si me curase, tendría que volver a pintar casas», digamos que podría ser útil. 

«Alguien me preguntó una vez si era un escritor de clase trabajadora. Pues bien, soy ciertamente de origen trabajador pero no me considero un escritor de clase trabajadora, ni un escritor irlandés, ni de ninguna otra secta especializada. Me considero simplemente un escritor», citable, digna de recordarla para cuando haga falta.

«Me apresuro a añadir que la única persona que conocí en Irlanda que se negara a aceptar un trabajo honesto con un sueldo aprobado por los sindicatos fui yo mismo», reveladora, sin duda. «Lo más importante en este mundo es tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera», toda una confesión. 

«Yo aprendí el uso del whiskey a la edad de seis años, cuando mi abuelo dijo: "Dádselo a probar ahora, y no querrá ni una gota cuando sea mayor", lo cual, supongo, es lo más inexacto que se ha dicho en toda la historia», toda una biografía, una saga familiar, entre patética y conmovedora.
Alguien que escribe con tanta franqueza de sí mismo, puede volverse entrañable. El libro, un divertimento ideal entre la lectura de dos libros de gran calado, tiene numerosas ilustraciones de Paul Hogarth sobre la ciudad.

Un libro lleva a otro. El de Behan me hizo volver a El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell, admirable por su imagen de Nueva York y un vagabundo neoyorkino. 

Debe de haber muchos libros sobre las grandes ciudades, pero del subgénero «Nueva York», textos literarios dedicados o debidos a la ciudad, no deben olvidarse los poemas y escritos de García Lorca, Pasolini, Paul Morand y las en verdad notables crónicas instantáneas de Antonio Muñoz Molina en Las ventanas de Manhattan

Sin duda hay muchos más, y que conste que no me refiero a libros que sucedan en Nueva York, la lista de éstos sería, empezando por las historias de Henry James, simplemente interminable.

14 de julio de 2013

Rosario, sí, la de Acuña

Pues bien... Es una historia conocida desde los tiempos de mis bisabuelos, pero de vez en cuando hay que volver a contarla. Manuel Acuña, autor del “Nocturno a Rosario” se suicidó a sus veinticuatro años en diciembre de 1873 porque su pasión no fue correspondida. Así eran los Románticos, primero la muerte que vivir sin el amor de la mujer amada.

 Yo tengo a Acuña por un poeta de medio pelo al que su desgracia lo lanzó a la fama, por más que mi viejo profesor de literatura mexicana me sugiriera que leyera “Ante un cadáver” y “La ramera” (¡qué nombres!) para que comprendiera al fin la fina sensibilidad y el pensamiento del melancólico y joven bardo.

Acuña tuvo un sepelio tumultuoso, la noticia de su suicidio conmocionó a la Ciudad de México y el suceso fue noticia incluso fuera del país. Tal vez fue Ignacio Altamirano el que echó a andar la leyenda, al decirle imprudentemente a Rosario: “Se ha matado por ti”. Ya no importa si fue así, el imaginario popular lo ha creído y ella siempre será la musa y la mujer por la que el poeta se quitó la vida con cianuro.

Rosario la de Acuña: Un capítulo de historia de la poesía mexicana (1920) es el título del libro de José López Portillo y Rojas en que cuenta, además, que Acuña amaba a Rosario, pero tenía al mismo tiempo relaciones amorosas «con una hermosa e inspirada poetisa» [Laura Méndez] y con «una pobre lavandera» [Soledad]).

La bibliografía sobre el tema no es escasa, muchos autores se han ocupado de este caso. Carmen Toscano insistió en el tópico en su libro: Rosario, la de Acuña, mito romántico (1948), reeditado como La musa fatal: Rosario, la de Acuña (2004); Vicente Quirarte publicó “Un testamento de la ciudad romántica” (1995), un artículo muy bien documentado.

Lo que la leyenda popular no cuenta pero sí algunas crónicas es que la pobre de Rosario declaró que ella fue sólo el pretexto de una locura. Dijo que Acuña y ella sólo eran amigos, que ni se enteró de las pasiones que abrigaba Manuel en su alma (aunque sí fue la destinatario del “Nocturno” y conservaba el original como un tesoro). Y dejó en claro que otros dos hermanos Acuña también se quitaron la vida, y esa cifra demuestra que era una familia de suicidas; por una u otra causa, tarde o temprano, el poeta Acuña se mataría. Pero no quiero hablar de Acuña, sino de ella.

Rosario de la Peña y Llerena (1847-1924) debió ser una joven imponente, irresistible en sus encantos y virtudes. Hija de una familia acomodada, estudió, según la Enciclopedia de México (EM): «con profesores particulares lenguas y literaturas castellana y francesa, declamación, canto, piano, dibujo, pintura, tejido, bordado y cocina». Y sigue la EM: «Bella, graciosa y con talento, era el vértice ideal de las tertulias literarias que se celebraban en la casa paterna de Santa Isabel (donde actualmente se halla el Palacio de Bellas Artes)». Dice el Diccionario Porrúa (DP): «Su belleza y el magnetismo que supo imprimir a su mirada, fueron causa de que en torno a sus tertulias literarias se encendieran las pasiones». Ahora sí que voy entendiendo al pobre de Acuña.

Luego la EM nos da una lista de los que no pudieron resistir esa mirada letal. En la casa de Rosario se reunían: «los más célebres escritores de la época: el educador Gabino Barreda, el ecléctico Ignacio Ramírez El Nigromante, el chispeante Guillermo Prieto, el elocuente Ignacio Manuel Altamirano y el mordaz Vicente Riva Palacio, entre los consagrados». La lista no va nada mal; a estos egregios caballeros el DP los llama: «Espíritus disímbolos». ¿No son muchos adjetivos y confianzas para una enciclopedia y un diccionario?

Luego vienen los de segunda fila. Según la EM: «entre los jóvenes más brillantes: Juan de Dios Peza, Agustín F. Cuenca, Manuel M. Flores, Ángel de Campo, Francisco Sosa, José Rosas Moreno, Porfirio Parra, Justo Sierra, José Peón Contreras, Manuel Acuña, Francisco Frías y Camacho y el cubano José Martí». ¿Faltó alguien? Sí, según el DP es necesario incluir a Luis G. Urbina (aunque era demasiado joven), y no deja de decir que hubo «otros más». No existe la menor duda de que Rosario tenía eso que hoy llamamos sex appeal.

La EM lo deja muy claro. A Rosario: «en medio de aquel cortejo de bardos, tribunos, filósofos y literatos, le agradaba atraerse a los hombres brillantes y sentirse rodeada de una atmósfera de galanterías perspicaces y artísticas, según su exquisito temperamento erótico e intelectual». ¿No ha ido muy lejos la EM en sus juicios? Seguramente, y remata así: a Rosario «le complacía oír los dulces requiebros y los madrigales de Martí, de Acuña y de Flores, y encender los débiles fuegos anacreónticos de El Nigromante». Bien visto el asunto, lo extraño es que sólo hubiera una baja fatal en el nombre del amor.
  
Luego, el DP dice que: «Manuel Acuña, desafortunado al cotejarla, escribió el célebre ‘Nocturno a Rosario’ que se interpretó como anuncio de su suicidio». Para la EM, el nocturno es: «esencialmente espiritual» y «las generaciones anteriores a la revolución maderista (1910-1911) sabían de memoria y recitaban en los supremos momentos de una afección amorosa contrariada». Algo así como el himno de los enamorados sin remedio ni esperanza y el manual de suicidas potenciales.

Un diario (Milenio, 20 de enero de 2013) decía que a Rosario la pretendieron, además de Acuña, Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, Manuel M. Flores y José Martí, y que estaban enamorados de ella Gabino Barreda, Justo Sierra y Guillermo Prieto. Esta lista es casi imposible, pareciera un exceso, pero tal vez da una idea del encanto irresistible de Rosario, quien se antoja una suerte de Lou Andreas Salomé mexicana, una especie de Misia Sert, la Marilyn Monroe de su tiempo, de la que se enamoraron poetas e intelectuales, abogados, profesores y sabios, casi todos destacadísimos y con trayectorias profesionales trascendentes.

Quizá Rosario no tenía plena conciencia ni la voluntad de romper corazones, pero fue pretendida por algunos de los mejores hombres de nuestro siglo diecinueve. Era, quizá, una seductora natural con belleza, inteligencia, talento, gracia y encanto (el poeta Jorge Brash me dice que le recuerda a la pastora Marcela del Quijote, que vivió la misma situación). Una mujer colmada de dones y virtudes no es responsable de los estragos que provoca en el ánimo y el corazón de los varones.

«En el Álbum, que era costumbre que llevaran las señoritas de la burguesía mexicana –dice la EM, dejaron su impronta sentimental los más altos exponentes de la lírica de esa época». El DP va más lejos: «En el Álbum en que los poetas glorificaron a la musa, Ignacio Ramírez, para iniciarlo, escribió el dístico: Ara es este álbum; esparcid, cantores, a los pies de la diosa, incienso y flores.» No podría ser más claro, y a la vez, más absurdo. Una pléyade de hombres, algunos verdaderamente egregios, revoloteando como bobos alrededor de una jovencita. Por muy agraciada y encantadora que fuera, la escena se antoja para una comedia. 

Sin embargo, Rosario no fue afortunada en el amor. Luego del affaire Acuña se convirtió para siempre en «Rosario, la de Acuña». La tragedia la señaló y no pudo sobreponerse del todo, se pasó media vida un poco aislada, dando explicaciones y defendiéndose de acusaciones injustas y explicando que una mujer tiene el derecho de aceptar y por lo tanto de rechazar una relación y el amor de cualquiera.

El desenlace no pudo ser peor. Dice el DP: «Manuel M. Flores, correspondido [por Rosario], necesariamente hubo de alejarse, a causa de cruel enfermedad». Así que hubo un elegido, uno entre tantos pretendientes gozó de la aquiescencia de la diosa, pero la fatalidad volvió a alcanzar a Rosario. Dice la EM, menos discreta: «Correspondido en amores, el poeta Manuel M. Flores hubo de alejarse de Rosario, a causa de la sífilis de la que al fin murió». Vaya ironía cruel.

Rosario no se casó ni se tiene noticia de que tuviera hijos u otra relación. Dos hombres de nombre Manuel marcaron su vida, y no de la mejor manera. La que tenía locos y despertó la pasión de al menos una decena de hombres ilustres, tal vez no gozó de una relación plena de pareja. Es posible que la musa de la tragedia amorosa más notable de las letras mexicanas, la diosa de los románticos no conociera, en su sentido más amplio y profundo, el amor.