Si tras leerlo con atención y con él ánimo dispuesto un libro desfallece, si no nos conmueve y aun nos decepciona, si uno no puede gozarlo dos veces, no habrá valido la pena ni la primera lectura. Esa podría ser una medida que no hace gala de la diplomacia y la cortesía pero no excluye la justicia. Si un libro se nos cae de las manos, si no nos invita a volver a sus páginas, se habrá resuelto el desencuentro.
Alessandro Baricco va más lejos en el caso de los autores: un escritor, dice, no debe leer malos libros. No debe leer aquello que es inferior a su calidad. No hay razón para ello. Si después de unas páginas, las que sean, tres o cincuenta, el escritor encuentra, honestamente, que esa escritura es inferior a la suya, debe dejar de leer.
Inobjetable. Sin embargo, no es tan extraño encontrar lectores que se ha pasado media vida leyendo malos libros con impecable conocimiento de causa. Es posible que lean libros, uno tras otro, hasta el fin, con la certeza absoluta desde la primera página de que se trata de un libro muy malo (por no hablar del cine, las malas películas ejercen una extraña fascinación en no pocos espectadores que vuelven a ellas una y otra vez) y pospongan la lectura de autores mayores y de gran calado por no hablar de los llamados clásicos contemporáneos.
Más allá de los gustos y preferencias, de las discusiones estériles y los arrebatos, la mala prosa ensucia los ojos, se atora en la garganta, favorece la acidez estomacal, fomenta las pesadillas, enciende la cólera, cultiva el mal humor y perturba la razón. No soy partidario de censuras ni autoritarismos, pero hay ciertos productos en formato de libro que son nocivos para la salud.
Insisto: si un libro no vale la pena leerlo dos veces, no habrá valido la primera lectura. Respeto los gustos y las libertades, pero, por favor, oriente y ayude a sus vecinos y compañeros, a sus familiares y amigos: cuidemos la prosa que se consume. Es una cuestión de principios y responsabilidad ciudadana. La mala prosa es nociva, sus daños devastadores. Estamos, a fin de cuentas, ante un problema de salud pública.
28 de abril de 2013
La mala prosa
21 de abril de 2013
El silencio de los bosques
La primera noticia de El silencio de los bosques me la dio la propia Cecilia Urbina. Un día me habló de ella en un café. La novela no estaba escrita, pero Cecilia sabía muy bien lo que quería hacer. Me dijo: “Steve va al Louvre y no quiere saber nada del cuadro que mira: ni su nombre ni el del autor ni la técnica empleada o la fecha de composición. Nada. Sólo quiere observar los cuadros. Así también los osos, los pájaros, las pirámides, los árboles, los bosques. Mi personaje no quiere saber y no quiere contaminarse con la información que le dan otros, el mundo, los libros". No pensé que ese pudiera ser el punto de partida de una novela. Me alegro de haberme equivocado.
Novelista es alguien que ve y encuentra (Picasso decía: “yo no busco, encuentro”) una historia, un lenguaje, un punto de vista, una estructura. Alguien capaz de leer e interpretar y modificar la realidad para decir algo que no ha sido contado, o al menos no de esa manera. ¿A quién más se le podría ocurrir la historia de Steve? Un novelista ve una novela donde otros no la ven, incluso otros novelistas. Cecilia Urbina, entonces, es novelista.
Hoy separo en dos grupos a los libros: los que me dicen y me tocan, y los que nada me dicen. Los que me desquician y los otros. Los que me emocionan y los demás. Ya lo escribió Kafka: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo?”.
No seré yo el que diga que El Silencio de los bosques es uno de esos libros que nos impone Kafka. No lo haré; esperaré pacientemente a que alguno de ustedes, sus primeros y naturales lectores, venga y me diga: “La novela de Cecilia Urbina me golpeó como un puñetazo en la cara”. Entonces, a ese lector o lectora le diré: “No me sorprende. Ponte un poco de hielo metafísico y sóbate el alma. Pero ahora dime, ¿qué te ha movido? ¿Dónde te duele más? ¿Qué cambió en ti? Y luego le diré: Por favor, envíale un ramo de flores a la autora. Dile: ‘Soy otra persona después de leer tu libro, o al menos: tu libro me ha permitido pensar sobre los árboles, los hombres, la soledad, el silencio, el abismo, de una manera en que no lo había hecho. Gracias’.”
Hay libros ejemplares en su composición, virtuosos en la técnica narrativa y que sin embargo no dicen nada que no hayamos visto en los manuales. Hay libros sobre temas gravísimos, dolorosos y amargos y, sin embargo, nada dicen a fin de cuentas, porque no nos mueven ni nos conmueven. No nos descentran. No modifican nuestro punto de vista, las frágiles certezas y los firmes prejuicios. Nada ofrecen que no aparezca en los periódicos.
Cecilia Urbina nos muestra que aún es posible acercarse a otros puntos de mira, rondar otros límites, empinarse a otras orillas y dejarse seducir por el vértigo de la existencia desde posibilidades que no habíamos sospechado. Libros como el suyo son los libros necesarios.
También necesitamos libros que no nos den felicidad, sino desasosiego, que nos inquieten y nos perturben, que nos hagan preguntas que no admiten respuestas fáciles, higiénicas, redondas y definitivas. No necesitamos mentiras consoladoras. Necesitamos ficciones que nos abran los ojos. Necesitamos libros que nos descentren, que nos muevan, para acercarnos y vislumbrarnos, a nosotros mismos y a los otros.
El silencio de los bosques nos invita a revisar la manera en que conocemos, en que aceptamos el conocimiento, el lado sensible del mundo. El conocimiento lo construimos a partir de circunstancias históricas, psicológicas, sociológicas, culturales. La epistemología, en el ámbito de la filosofía, se ocupa de las condiciones en que generamos y aceptamos el conocimiento, es decir, lo que sabemos del mundo y de los hombres y las relaciones entre éstos con el mundo. Con ella damos forma y coherencia a lo que vemos y pensamos y damos por cierto y verdadero.
Desde la novela de Cecilia podemos mirar, con ojos nuevos, algunos temas decisivos que sólo podrían ser los de siempre: el yo, la identidad, la soledad, la amistad, el quehacer del hombre en la Tierra, acaso el amor y sus fracasos. La novela es una pregunta y una invitación a mirar como no hemos mirado y cada uno de nosotros lo hará de distinta manera. Somos individuos, pero todos somos el mismo, el ser que enfrenta cada día los mismos problemas esenciales.
Una mañana, entre una y otra taza de café, Cecilia me dijo que Steve, su personaje, después de ver el mundo, quería verse a sí mismo. Entonces pensé: “Ese muchacho debería leer Verdad y método de Hans-Georg Gadamer, figura central y tal vez fundador de la Escuela Hermenéutica. Ambos creen que la interpretación (parte esencial del conocimiento) debe evitar la intromisión y la reproducción de los vicios, errores y defectos que surgen de hábitos mentales, prejuicios y juicios aceptados como verdaderos sin el menor examen.
En pocas palabras, Steve, que pasaba por un muchacho raro y desorientado pensaba lo mismo que uno de los grandes sabios del siglo XX: debemos centrar la mirada en las cosas mismas, no en los textos y las palabras que nos hablan de las cosas.
Estuve a punto de decirle a Cecilia: “Maestra, hágame el favor de recomendarlo a Steve que lea a Gadamer, le haría mucho bien. Crecería como personaje, ganaría un peso intelectual que definitivamente no tiene”. Estoy seguro que Cecilia intuyó mis intenciones y dijo: “Hay que pedir la cuenta”. Cecilia Urbina sabía muy bien lo que traía entre manos: quería invitarnos a mirar de otra manera. Por eso novelista.
Con su prosa precisa, fría e inteligente, El silencio de los bosques me ha dado no sólo una situación inédita, la escalada y la culminación del acto supremo de la aventura existencial de Steve, que yo jamás habría imaginado, sino la posibilidad de mirar con nuevos ojos esa circunstancia.
Me ha dado otra oportunidad de vislumbrar la soledad, de sentir que estamos metafísicamente solos y que, como quería Hölderlin, el hombre, pleno de méritos, habita poéticamente esta Tierra. El silencio de los bosques es la historia de un hombre que no quería saber, sino desde su experiencia descifrar el mundo y encontrar su camino.
Sí, Steve quiso hacer de su vida un poema. Uno cuya música sólo él conocía. A hombres y mujeres como él les llamamos, raros, extraños, extravagantes, excéntricos, frikis, outsiders y locos. Él tenía una utopía en el bosque, entre los árboles, en las alturas. Sí, era un raro, a su manera un poeta.
La lectura de El silencio de los bosques me ha confirmado que la experiencia humana es la misma y distinta en cada individuo y que cada uno tiene que limitarse a vivir su vida. Que somos individuos aislados y que a veces, en la amistad, vislumbramos la soledad de los otros como un árbol en el bosque.
He cerrado los ojos y al abrirlos, por un instante, he comprendido a uno más de nosotros. Además, El silencio de los bosques no se parece, en sus registros, su estética, sus medios, a ninguna otra literatura que se publique en estos días.
Gracias, Cecilia, por esta novela; gracias por el kafkiano puñetazo en la cara. Ha sido bienvenido. Recibe a cambio un aplauso como si fuera un ramo de flores. •
(Versión reducida de la
presentación de El silencio de los
bosques (Terracota), el 21 de febrero de 2013.)
16 de abril de 2013
La Autobiografía de Salvador Elizondo
La vida por escrito
es literatura
Tenía treinta y tres años cuando terminó su Autobiografía. Al final de esas deslumbrantes cincuenta páginas anotó el nombre de una ciudad y una fecha para dejar constancia del lugar y día en que la concluyó: México, D. F., 15 de mayo de 1966. Ese día comienza la leyenda del texto autobiográfico más celebrado de la literatura mexicana del siglo XX.
14 de abril de 2013
La despedida matutina de dos amantes
El viernes en la mañana iba al trabajo según las circunstancias: el traje planchado, la camisa blanca inmaculada, peinado a conciencia, impecable el nudo oxford de la corbata. Escuchaba las noticias de la radio. Todavía no eran las ocho. Un taxi se detuvo delante de mí en la Avenida de los Insurgentes. Entonces los vi, eran los enamorados. Él abrió la puerta trasera del taxi, caballeroso, atento. Se volvió y la abrazó como si fuera a perderla para siempre en el momento en que ella se subiera al taxi.
Ella llevaba un vestido color durazno que seguramente no era la mejor opción para una mañana fresca, demasiado corto, con un escote generoso y la espalda descubierta. Llevaba los zapatos de tacón en la mano. La melena estaba del todo revuelta como sólo podría estarlo a fuerza de caricias, el maquillaje seguramente había lucido mejor durante la noche. Él tenía cara de que no comprendía del todo las razones de su dicha y por las que ella se iba. Despeinado, atónito, llevaba una camisa blanca arrugada y mal abotonada por sobre los pantalones negros.
Algún automovilista tocó el claxon. Luego, otros los siguieron, de mala manera. Yo miraba, y comprendí que estaba delante del hecho más importante del día, de un prodigio, de una escena intensa, dulce y pura, que trascendía a los dos protagonistas, digna de insertarse en los anales de las escenas amorosas callejeras.
Aquellos dos se besaban y se volvían a besar en un beso que podría no haber concluido nunca. Se abrazaban como si se aferraran a un madero en medio del mar. Una noche puede parecer una eternidad, pero la desolación del otro día puede ser infinita.
Aquellos dos se abrazaban y se besaban como si en ello les fuera la vida, deseando fundirse en uno en ese acto, como si tuvieran la amarga certeza de que no volverían a verse nunca. Las manos iban del pelo a la cintura, del cuello al rostro, de arriba abajo. Se besaban las bocas y los ojos, las mejillas, los cuellos, las manos.
El taxi aguardaba, los automovilistas tocaban el claxon cada vez con más rabia y furia. Yo miraba, sólo miraba el prodigio de la escena como epifanía que se me había concedido presenciar. Empecé a imaginar historias. Condiciones, situaciones, circunstancias, las razones y las sinrazones... Luego, en algún momento después de las ocho, se separaron. Ella subió por fin al taxi. El taxi partió hacia el norte por la Avenida de los Insurgentes.
Él se quedó ahí, en la acera, en esa esquina, con una mano que hacía un gesto de despedida o lamento. Me hice preguntas que me repetí toda la mañana en la oficina. ¿Quiénes eran? Ella, ¿adónde iba, adónde volvía, de mañana, despeinada, con el maquillaje estropeado, con ese vestido durazno, cubierta de besos y con los zapatos en la mano?
9 de abril de 2013
El peso de una novela
Algunas historias parecieran tan frágiles y delicadas como las alas de una mariposa por la transparencia de su prosa y su impecable precisión, pero en cada página se revelan tan fuertes, duras y poderosas como la cornamenta del rey de los antílopes.