26 de agosto de 2015

Si ladran los perros o citar en falso

Algunas oraciones tienen una extraña propiedad: pueden mutar, incluso de autor. Son esas frases célebres que se citan aquí y allá, con la grave autoridad de las sentencias y los edictos, y que pueden ser atribuidas a quien le guste, al que las pronuncia.

Solemos tener tanta confianza en nuestros juicios y opiniones, en nuestra memoria (esto, claro, es una cita indirecta, tal vez de Montaigne), y los defendemos con tal seguridad y vehemencia que pareciera que no hay margen a la duda ni al error.

No faltará quien se empeñe en sostener que el desvirtuado dicho socrático: «Yo sólo sé que no sé nada» es una frase genial de Cantinflas, aunque de momento no recuerde en qué película la dijo, y la platónica definición de hombre como un «bípedo implume» podría ser la cumbre del sentido del humor de Woody Allen.

«Cuántas cosas que no necesito» es una frase atribuida a Sócrates, cuando visitó un mercado, pero también se la aplican a Diógenes de Sinope y a Diógenes Laercio. Y los tres también se disputan, inmortales y sin saberlo, la paternidad de «Busco a un hombre honesto» mientras iba por las calles con una linterna encendida a mediodía.

«La imaginación es la loca de la casa» es una frase con frecuencia atribuida a Santa Teresa de Jesús. Pero Fernando del Paso, cauteloso y prudente, aclara en el epígrafe de su novela Noticias del Imperio que se le atribuye a Malebranche. Buscar en la Red puede no ser de gran ayuda. Aunque en páginas de muy sospechosa calidad, la frase también se la endilgan a Voltaire, Pascal, Sor Juana Inés de la Cruz y Rosa Montero, por lo menos. Y no falta quien la atribuye a un «filósofo», a «un escritor», «como dijo no sé quién» y alguien aclara antes de soltar la frasecita: «como decía mi mamá...». 

 Sin embargo, aparece dos veces en Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós, así: «Todo lo demás es obra de la imaginación, la loca de la casa.» (Segunda parte, IV, V), y «Es la imaginación..., la loca de la casa» (Cuarta parte, I, III). Y luego don Benito escribió una novela llamada La loca de la casa, que incluso adaptó al teatro.

Humboldt no calificó a la de México como «la ciudad de los palacios», como lo dice medio mundo, al menos no según la Enciclopedia de México, que la atribuye a Charles Joseph Latrobe, viajero inglés del siglo XIX.

«Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo» es una máxima de Jorge Santayana que le ha sido colgada a Napoleón Bonaparte, Lenin y Winston Churchill, por lo menos. También es de Santayana «Sólo la muerte ha visto la terminación de la guerra», aunque también ha sido puesta a la cuenta de Platón por el general Douglas MacArthur.

 «Cuando los nazis se llevaron a los comunistas, no dije nada porque no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas no dije nada porque  no era socialdemócrata. Cuando se llevaron a los católicos, no protesté porque no era católico. Cuando vinieron a buscarme a mí, no había ya nadie que pudiera protestar» es una reflexión del casi olvidado Martin Niemöller, me informa el profesor Rosado, aunque se ha repetido hasta el cansancio que la dijo Bertolt Brecht.

 «Es mejor morir de pie que vivir arrodillado» o en otra versión «Vale más morir delante que detrás vivir de rodillas» ha sido atribuida a Espartaco, a Emiliano Zapata y al Che Guevara, al menos en la primera terna.

La lista de atribuciones gratuitas y equivocadas, la suma de los errores en el juego de soltar frases célebres podría ser infinita, y esto no es una fe de erratas, apenas una llamada de atención para mí mismo, un recordatorio para consultar las fuentes, a dudar de otros, sobre todo si me dicen que el adagio se encuentra en el segundo tomo de las obras completas de Sócrates.

A Maquiavelo se le considera el filósofo político que sentenció «el fin justifica los medios», sin que sepamos en qué obra lo escribió, y en la Red circula un texto sobre el lugar correcto de una coma en una oración más o menos ingeniosa que se atribuye a Julio Cortázar, pero la referencia no aparece por ningún lado. Nada más fácil que culpar a otros, nada más sencillo que atribuirle oraciones, adagios y sentencias a otro, a quien sea.

La próxima vez que le digan, lector: Si ladran los perros, Sancho, es señal de que cabalgamos, recuerde que esa oración no la escribió Cervantes. Esas palabras, esa «cita», o sus variantes, le juro, no están en el Quijote.

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Adenda: ¿Cuando citamos nos citamos? ¿Al hacer una cita revelamos nuestro pensamiento? ¿Es lícito o deseable ir por el mundo atribuyéndole palabras y citas a quien no las dijo? ¿Una oración al ser citada fuera de su contexto alcanza su mayor expresión? Citar, en cualquier caso, no es un acto inocente. Desde las Canarias, Elisa Rodríguez Court amablemente me escribe y me ofrece un complemento a este apunte, «una cita sobre las citas». Dice el correo electrónico de Elisa:

«En mis obras las citas son como atracadores emboscados en la calle que con armas asaltan al viandante y le arrebatan sus convicciones.» Según Benjamin, el poder especial de las citas no nace de su capacidad de transmitir y de hacer revivir el pasado, sino, por el contrario, de su capacidad de «hacer limpieza con todo, de extraer del contexto, de destruir». La cita, al separar un fragmento del pasado de su contexto histórico, le hace perder su carácter de testimonio auténtico para investirlo de un potencial de enajenación que constituye su inconfundible fuerza agresiva. Benjamin, que durante toda su vida persiguió el proyecto de escribir una obra compuesta exclusivamente por citas, había entendido que la autoridad que reclama la cita se funda, precisamente, en la destrucción de la autoridad que se le atribuye a un cierto texto por su situación en la historia de la cultura. G. Agamben, El hombre sin contenido. Áltera. p. 167.

24 de agosto de 2015

Una habitación, un cubículo y el misterio del gabinete

A media tarde, después de comer, con los minutos contados de libertad condicional antes de verme obligado a volver a la oficina, me tomaba un café y hojeaba una revista con la debida desgana que imponían las circunstancias. Me detuve en un ensayo o capítulo de una novela de Enrique Vila-Matas sobre su relación con la obra de Dominique Gonzalez-Foerster, que «se ha basado siempre en una sucesión de felices equívocos creativos».

Entonces tuve que suspender ese estado de distracción que tiende más a la resignación que a la indiferencia para alegrarme con los desencuentros y enredos, los castillos verbales, la invención de la realidad por la imaginación y la mirada particular, los hallazgos y contribuciones de Vila-Matas. Sus novelas no guardan una relación estrecha con la literatura española de hoy; en realidad, es un excéntrico cuyas ficciones cada vez parecen más ensayos, y con frecuencia sus artículos y otros textos ya publicados se integran o ensamblan de maravilla a sus novelas, como lo demuestra el caso de Dublinesca.

En eso estaba, en el café de la esquina, con los minutos contados, en el último trago del exprés doble cuando llegué hacia el final del capítulo al párrafo que me cambió la tarde. Yo estaba a punto de volver y encerrarme en mi cubículo, cuando leí:

«No es por justificarme, pero es lógica la atracción por ese tipo de habitación única, de espacio cerrado. Es una clase de cuarto que atrae por lo que básicamente representa, pues es el lugar mítico donde se desarrolla siempre el gran drama humano, no exento, en ocasiones de luz.» Al llegar a este punto, se comprenderá que yo pensaba en el cubículo, y me animaba con lo que seguía:

«A fin de cuentas, una habitación es el espacio central de toda tragedia —el lugar donde Hölderlin alcanzó la locura, donde Juan Carlos Onetti meditó sobre el mundo y decidió que era mejor no salir más de la cama, y donde Emily Dickinson se recluyó con sus mil setecientos poemas—, pero a la vez es el sitio donde Vermeer conoció “la experiencia de la plenitud y de la independencia del momento presente".» ("El misterio del gabinete", en Nexos 452, agosto de 2015).

¿Un cubículo de oficina puede ser una habitación, el espacio central de toda tragedia? A punto de irme del café me encontraba ante el dilema más grave del día. Pensé, claro, en Virginia Woolf, que reveló la importancia de un cuarto propio, y en Vincent van Gogh, que pintó tres veces su dormitorio en Arlés, y Fernando Pessoa veía el mundo desde su ventana. Gabriel Fernández Ledesma hizo un libro con el mismo título que Xavier de Maistre, Viaje alrededor de mi habitación, y ambos cuentan la vida desde su habitación (su pieza, hubiera dicho mi abuela).

En mi desasosiego, en el último minuto antes de volver, comprendí que un cubículo algo tiene de celda, de cuarto, aunque no del todo. Entonces llegué a la oración que me salvó la tarde. «Una habitación cerrada es posiblemente [...] el precio que hay que pagar para llegar a ver la luminosidad.»

Emprendí reconfortado el camino de regreso, pensando en las posibilidades ignotas del cubículo de ofrecerme un camino a la luz o la liberación, «pues hay que saber que la literatura permite pensar lo que existe, pero también lo que se anuncia y todavía no es».

Pensé en el enigma del cuarto único, en ese gabinete que, como dice Vila-Matas, por paradójico que parezca, todos acabamos pareciéndonos a Robinson Crusoe. Trabajé con entusiasmo, solitario, aislado de la humanidad, atento a cualquier señal que llegara a mi cubículo. No registré ninguna, pero fue una tarde muy productiva.