23 de diciembre de 2016

Casi un maniquí

Escucho sus pasos, rítmicos y firmes. Avanza como un buque de proa poderosa. Sus irrupciones son esporádicas, como si supiera que su presencia agita las aguas con furia oceánica. La encuentro en los pasillos; nada sé de ella, ni su nombre ni su oficio o profesión o qué hace en la empresa. No sé si le gustan las berenjenas y los gatos, los atardeceres, la luna o el color amarillo.

Camina por el pasillo como si partiera plaza, el ritmo de sus manos instruye al metrónomo, y su cabellera orienta con autoridad a la rosa de los vientos. No hay timidez ni reserva en su mirada, sino todo lo contrario, una provocación en fuga, una soberbia alzada, una falsa voluntad de ausencia.

Tiene un gusto delicado, y hace a cada paso una celebración de sí misma. Cultiva con esmero cada detalle de su arreglo personal. Posee un sentido muy desarrollado de la elegancia; más distinguido y sobrio porque pareciera que ese arte ya no se cultiva. Nada es casual en su porte, en cada accesorio, en las precisas y afortunadas combinaciones de su guardarropa de revista francesa. 

Mirarla altera el curso de ciertas mareas, inunda la mañana de quimeras. Todo en ella es gracioso: el cabello largo, pesado, hondo, que enmarca un rostro de ojos oscuros, naricilla respingona y, para decirlo con el poeta, de tez de café con leche. Y sólo concederá que es bonita el que apenas la vio de reojo en un espejo opaco.

Su talle es una celebración del goce de la geometría, la expresión viva de ciertas líneas curvas, el equilibrio justo de la armonía y el movimiento. Va muy digna y muy recta, implacable, agresivamente femenina: tacones temerarios en las altas botas negras, medias negras caladas, falda negra corta y ajustada, suéter negro ceñido, y la cabellera negra suelta. Sí, es luminosa y semeja una aparición convocada. 

 Su encanto brilla en una estampa clásica, fuera del tiempo. Y, sin embargo, antes que caminar, desfila; y antes que ser, se exhibe. Y no sabe sonreír. Va inexpresiva y chic, casi un maniquí. Pasa y deja un rastro de perfume, de aire frío, y una larga estela de desdén, soberbia y altivez.