30 de agosto de 2017

Vuelta a Cien años de soledad

Después de muchos años, he releído Cien años de soledad. Descubrí página a página, de sorpresa en sorpresa, que no recordaba casi nada, lo cual fue muy útil para una lectura fresca y dichosa. Comprobé que Montaigne tiene razón: la función de la memoria es olvidar.

Sucumbí ante la imaginación desatada, los prodigios y las trampas tendidas, a la tensión que aumenta con el paso del tiempo en la novela. Vislumbré algunas claves y trucos de la «carpintería secreta», la sabiduría narrativa de García Márquez. Y con todo algo arrojaba una sombra en la dicha de mi lectura.

Soy poco afecto a la fantasía, a la ciencia ficción, al realismo mágico, y aunque no son lo mismo ni funcionan igual, me despiertan más o menos la misma suspicacia, las mismas sospechas. Algunos libros célebres se escapan de mi entendimiento y mi alegría lectora.

No soy entusiasta de los pasajes donde, por ejemplo, un cura «andaba tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate.» No puedo entender (ni aceptar así nada más) que alguien levite por tomar una taza de chocolate. Me contradigo, y aunque tampoco me lo creo, encuentro irresistible el personaje y la ascensión de Remedios, la bella: «la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma».

Las últimas cien páginas, cuando la novela se va cubriendo de la tristeza y la melancolía y la desgracia del final, son las más bellas. Y tal vez en ellas rigen menos los pasajes de realismo mágico que, para decirlo con Onetti, podemos llamar milagros.

Hace unos años, Alessandro Baricco, con imaginación y audacia, hizo una intervención de la Ilíada. Por un lado respetó los hechos y personajes del poema homérico, y por otro hizo cambios relevantes en el punto de vista y, sobre todo, sacó a los dioses del texto, los mandó al monte Olimpo porque nada le ofrecen a la humanidad de hoy. El texto fue un éxito en lecturas públicas, y el libro, Homero, Ilíada, gana, además de críticas duras, algunos elogios y lectores.

De pronto, hacia el final de la lectura, pensé si sería posible intervenir Cien años de soledad, al menos como ejercicio o experimento, y liberarla de los milagros del realismo mágico. ¿Qué quedaría?

A medio siglo de publicada, ya es un clásico entre los clásicos del siglo XX y de nuestra lengua. Es una obra portentosa que resiste cualquier lectura, que soporta cualquier comentario e interpretación. Si perderse, olvidarse o desaparecer es «el destino natural de la literatura», esta novela lo hará al final, en un futuro que no podemos imaginar porque será el final de otros muchos logros de la civilización o la civilización misma.

Sí, así será. Pero, ¿cómo sería Cien años de soledad sin los milagros, cómo sería Macondo y la estirpe de los Buendía sin curas que levitan con una taza de chocolate?

29 de agosto de 2017

Confidencias de un taxista

Llegué al sitio y el único taxista me dijo que tenía un servicio programado y no podía llevarme. No había otro coche. Estaban a punto de suceder dos cosas: la noche y la lluvia. Esperé. Supuse que en cualquier momento llegaría otro taxi. Cuando al fin abordé uno, era noche cerrada y el aguacero era implacable.

En cuanto tomamos rumbo, el chofer se disculpó: «No lo quiso llevar por irse a ver el futbol. Así son, los conozco, no les gusta trabajar, algunos compañeros del sitio son una vergüenza, de pena ajena.» Era un hombre mayor, algo triste y gruñón. «Mire usted, yo soy el más viejo del sitio, soy diabético y perdí una pierna, y soy el que más trabaja. No tienen perdón.»

Entonces, en el anonimato del taxi y la noche y la lluvia me habló sin desesperación un hombre desencantado. «Perdí la pierna izquierda, me la comió la diabetes. Tengo una prótesis que me molesta, me duele, tienen que cambiarla, pero no tengo dinero. Procuro cuidarme, pero es difícil porque vivo solo. Bueno, de vez en cuando me como una pieza de pan de dulce, que me encanta. Si un día salgo de casa y no tengo dinero, me pongo a trabajar y en una hora ya tengo para desayunar. Este es un negocio muy noble. El coche es mío, y ya da problemas, pero me ha servido. En una hora más ya tengo para la gasolina, entonces a trabajar todo el día.

»Mis hijos ya están grandes, y hacen su vida. Sólo mi hija medio se ocupa de mí. Es normal, está casada, tiene su familia. Mi mujer me abandono. Me dejó. Después de casi treinta años de matrimonio. Empezó con que quería trabajar... yo no quería. Y así estuvimos, batallando, como dos años. Hasta que le dije que sí, que se fuera a trabajar. Al rato ya andaba con otro, y me pidió el divorcio y se fue. Así, se fue.

«Casi le diría que ya sabía lo que iba a pasar. Y pasó. Ahora vivo solo, y no es fácil. Me cuesta mucho ordenar la casa, mi ropa. Como fuera todos los días, en cualquier fonda, según el rumbo y el hambre. Sólo paro un rato para comer, o para acomodar una prótesis, que me molesta. Ya tengo que cambiarla. Estoy batallando para cuidar la otra pierna. Ahí la llevo. Por eso me enojo con esos flojos que no quieren trabajar. Son jóvenes, están sanos. El coche es automático, y ya está viejo, ¿de dónde voy a sacar para otro? Y si pierdo la otra pierna, ¿se imagina?»

El trayecto fue largo, lento. Lo escuché con gravedad, traté de ser digno de esas confidencias.  Al llegar por fin a mi casa, el taxista no terminaba de contar sus desventuras. Ya había pasado el aguacero. Cuando al fin me bajé del taxi, una verdadera carcacha, le di mis mejores deseos, y le dejé en porcentaje la propina más generosa de mi vida.

25 de agosto de 2017

El rey piloto

Los niños sueñan despiertos sobre lo que les gustaría hacer de mayores. Suelen decir: «Quiero ser futbolista, bombero, astronauta...» Elegir el oficio o profesión que se ejercerá es una tarea dura y complicada, que desvela a los jóvenes, a los que tienen la opción de elegir. Es frecuente que no se tengan las aptitudes, los atributos, los recursos o el talento necesarios para cumplir el sueño que enciende eso que llamamos vocación.

El caso de Guillermo Alejandro es singular. Nacido para ser rey de Holanda (Países Bajos), combina sus deberes reales con su pasión: piloto de avión. Dos veces al mes, el rey de los holandeses, más o menos de incógnito, se pone su uniforme y se sienta en la cabina de un Fokker 70 y encuentra su realización profesional cuando toma el micrófono y dice: «Señores pasajeros, buenos días, les habla el copiloto... » No da su nombre, no revela su identidad, habla en nombre del capitán y la tripulación, pero sabe que muchos pasajeros reconocen su voz.

Dos veces al mes, el rey Guillermo Alejandro sale del palacio real a pilotar un vuelo no muy largo en alguna ruta europea. Tal vez se despide de su mujer y sus hijas como cualquier otro hombre que se va a trabajar: «Nos vemos en la noche, en la cena. Denme un beso, que me voy a volar.»

Guillermo Alejandro es piloto militar en el 334 escuadrón de transporte del Ejército del Aire holandés y coronel de la Fuerza Aérea, pero eso es parte de su educación de príncipe. Otra cosa es pilotar por gusto desde hace más de veinte años aviones de KLM, la compañía real holandesa de aviación: para algo le vale ser el rey de Holanda.

Cuando empezó a volar era el príncipe heredero, la fascinación por volar era un gusto de juventud, pero como monarca, y con cincuenta años bien cumplidos, sigue fiel a su vocación. Por supuesto, «volar es fantástico», «es una experiencia apasionante», «lo encuentro muy emocionante», «me ayuda a relajarme», pero tal vez hay algo más.

¿Por qué volar aviones grandes, en vuelos comerciales, si podría pilotar su propio avión, un jet ejecutivo? ¿Por qué asumir esa responsabilidad y el régimen laboral al que están sujetos los pilotos. ¿No tiene el rey de Holanda las obligaciones y los problemas de un jefe de Estado?

No sé a cuántos niños holandeses les gustaría ser rey de su país, pero sé que a Guillermo Alejandro no le basta con serlo, necesita mirar la Tierra desde diez mil pies de altura, la emoción de volar, sentir la tensión absoluta de despegar y aterrizar, de moverse por el mundo. Está claro que su condición de rey es un accidente; su sueño, su vocación es ser piloto, mirar entre las nubes el intenso azul del cielo.

Es un rey atípico, por supuesto. No le basta su condición real por nacimiento, no le satisface del todo haber heredado el trono. No le basta la corona para ser feliz. Y tampoco basta ser futbolista, médico, bombero, detective privado o ingeniero para alcanzar la realización profesional. Tal vez la plena felicidad vocacional, aquello que uno haría sin recibir una remuneración, como la vida, está casi siempre en otra parte.

24 de agosto de 2017

La poesía en la oficina

Leo poesía en la oficina. Desde hace unos meses leo un poema o unas cuantas páginas por día. Suelo hacerlo al volver de comer, para sacudirme el tedio y romper la inercia oficinesca, que tanto me pesa algunas tardes. No dejo de celebrar mi iniciativa. Ya agoté las obras de Ramón López Velarde, y paso a paso, en varios meses, leí una edición bilingüe de Hojas de hierba de Walt Whitman. El siguiente paso, claro, era Neruda, y poco me falta para acabar Canto general.

Así como los ahorradores guardan cantidades considerables al paso del tiempo, recuerdo las páginas leídas y lo provechoso que ha sido dedicar unos minutos de cada día a un poeta. A veces me basta unas líneas, un verso, para iluminar la tarde, para enfrentar en escorzo y por lo tanto desde otra perspectiva el trabajo de la oficina, que puede ser tan llano y estéril.

Tiene razón Witold Gombrowicz cuando dice que en las lecturas públicas de poesía nadie entiende nada, por la simple razón de que hace falta tener ante los ojos el poema, y leerlo dos, tres, cuatro veces para que florezca, se abre y nos comparta algunos de sus secretos. En los recitales, en esas lecturas, el poeta lee y el público está cazando el punto final para precipitarse en un aguacero de aplausos.

De la primera lectura casi siempre sólo queda el relámpago de algunos versos que con frecuencia tienen la contundencia de los efectos especiales en el cine. Pero hace falta volver al poema, abrirlo, oírlo, sopesarlo, calcular su ritmo, su peso atómico y sus propiedades químicas, la resistencia de su materiales para conocerlo y gozarlo. Entonces, el efecto de aquel verso se opaca un poco, pierde brillo, impresiona menos.

Leo un poema, una página, en unos minutos, y el medio se enriquece, la dinámica se torna más amable, el ambiente se humaniza. El aire y la luz se iluminan de poesía. Se produce un efecto estimulante. He encontrado un recurso eficaz y poderoso para sobreponerme y aligerar las tardes de oficina.

La poesía, aun la menos cercana o estimada, siempre ofrece recompensas, con frecuencia inesperadas. Pronto terminaré el libro de Pablo Neruda, y he decidido leer poemas de largo aliento, portentosos, inagotables, enormes y admirables como catedrales. He pensado en la Eneida, la Divina Comedia, el Libro de buen amor. Creo que la siguiente lectura será El paraíso perdido de Milton. Se antojan perfectos para gozarlos poco a poco en la oficina.