5 de diciembre de 2017

El café San Marcos según Magris

«Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores esenciales de un hallazgo asombroso: Europa se halla a sí misma en sus cafés, en la esencia que los anima.», dice George Steiner en uno de sus ensayos. «Europa está en sus cafés»* es un elogio pleno de nostalgia a los café europeos y también al juicio lúcido del gran crítico de la cultura.

El café es una institución europea, y no es muy aventurado imaginar que el arte y la historia de Occidente hubieran sido distintos sin esos establecimientos. «El café es un lugar para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el cotilleo, para el flâneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.»


Me refiero al café europeo (que floreció incluso fuera de Europa), propensos a fomentar el fluir de las palabras, las conversaciones, el pensamiento, las ideas. Leer o pensar o escribir o juegar ajedrez o leer el periódico en un café son tan propios de su naturaleza como beber y comer en la misma mesa. El café europeo tiende a desaparecer y es sustituida  por otro, digámosle americano, o con necesaria precisión estadounidense. 


En mi ciudad, mientras uno a uno desaparecen los cafés europeos, surge uno tras otro en cada esquina un local de los suplantadores. No tengo nada en contra de éstos, y los visito con frecuencia, y todo está muy bien salvo que algo les falta, eso que Steiner conoce muy bien, y también Claudio Magris, que ha hecho en «Café San Marcos», un texto ejemplar de Microscosmos (Anagrama) el gran elogio de ese café triestino.


Al adentrarse en esas páginas el lector y parroquiano se siente arrebatado de la más extraña y alta forma de la nostalgia: una tristeza urgente por no estar sentado en una mesa de ese café, de esa ciudad que tampoco conoce. En el San Marcos transcurre todo porque es «un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos».

Luego del café en sí, su estructura, lo distingue «la fidelidad conservadora y el pluralismo liberal de sus parroquianos... En el San Marcos triunfa, vital y sanguínea, la variedad». «El café es una academia platónica, decía a principios de siglo Hermann Bahr ... En esta academia no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto.»

El café es un refugio, una especie de asilo, un templo, un museo, una galería, un punto de encuentro, un gabinete de estudio, un microcosmos. También un espacio privilegiado para la escritura.

«Escribir significa saber que no estamos en la Tierra Prometida y que no podremos llegar nunca allí, pero continuar con tenacidad el camino en esa dirección, a través del desierto. Sentados en el café, se está de viaje; como en el tren, en el hotel o por la calle, uno tiene consigo poquísimas cosas...» «El café es un lugar de la escritura. Se está a solas, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, aferrado a la mesa como un náufrago batido por las olas.»

Un verdadero café, y no sólo el San Marcos de Trieste, es un paraíso breve y secreto, un punto de recogimiento entre los otros, un sitio frágil para la confesión y vislumbrar el ser de alguien. Un café es una isla a la que ansían llegar los náufragos sobrevivientes, heridos de nostalgia, de las calles hostiles de la ciudad, cualquier ciudad. Lo sabe George Steiner y Claudio Magris. Y con ellos, también nosotros.
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* Apunte de este Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido del 14 de enero de 2016.