28 de diciembre de 2017

La muerte del teléfono

Julio Cortázar cuenta: «Una noche me tocó involuntariamente dejar estupefacta a una señora que me preguntaba cuáles eran los grandes momentos del siglo XX que me había tocado vivir. Sin pensar, como siempre que voy a decir algo que está realmente muy bien, contesté: “Señora, a mí me tocó asistir al nacimiento de la radio y a la muerte del box”. La señora, que usaba sombrero, pasó inmediatamente a hablar de Hölderlin.»

Si esa señora repitiera hoy su solemne pregunta, alguien podría decirle que asistimos al nacimiento de internet y a la muerte del teléfono. Me apresuro a aclarar que me refiero al teléfono como lo conoció Cortázar, no al telefonito que todo el mundo, sí, todo el mundo, lleva en el bolsillo.

Pero habría que aclararle que sucede algo muy extraño con ese telefonito. En realidad, es una máquina muy compleja, un triunfo de la tecnología que sirve para muchas cosas, pero que no se usa para hablar por teléfono. La gente ya no se habla, se escribe. El mundo ha cambiado.

La humanidad ya vive de otra manera. Si Hölderlin, para alegría de la señora, escribió esos versos inmortales: «Pleno de méritos, pero es poéticamente como el hombre habita esta Tierra», bastará sustituir la palabra poéticamente por telefónicamente o celularmente para instalarnos en el segundo decenio del siglo XXI.

Los conductores van dándole a las teclas mientras van en las vías rápidas, y los peatones siguen en lo que están con su telefonito mientras cruzan las calles donde circulan conductores que no saben por dónde van porque están dándole duro a su  mensaje de texto. Todo el mundo está en una conversación sin fin. (Es asombroso que no aumenten considerablemente los accidentes viales y los atropellados.)

Mamá llama a la mesa a su prole que está en la habitación de al lado con un mensaje de texto, y los niños y los adolescentes y las amigas y los enamorados y los jefes de oficina y los sargentos se comunican con el mismo número de palabras que cabían en un telegrama pero ahora aparecen en la sempiterna pantallita.

Sentados a la mesa, entre la sopa y la ensalada, alguien le presta más atención al teléfono que a la persona que tiene enfrente. Para comprobarlo, en los restaurantes, bastaría con mirar un poco más allá de la pantalla.

Y las parejas de novios desencantadas, cuando se acaba el amor, no terminan su relación de frente, mirándose a los ojos en una última cita, basta un escueto mensaje de texto para romper, y luego bloquean a su ya expareja quizá para no enterarse de la respuesta.

Que la humanidad se escriba me parece muy bien, pero que no se hable me parece sospechoso y estoy a punto de decir lamentable. Las llamadas telefónicas son tan escasas y formales y raras como las llamadas "conferencias" de larga distancia de mi infancia. Las señoras se ponían el sombrero, los señores se ajustaban la corbata y se abotonaban el saco y todos se ponían de pie para hablar en una conferencia telefónica con la ayuda de la operadora.

Asistimos a la muerte del teléfono. Pero yo creo que resucitará. Como decía un tuit: Algún día la humanidad redescubrirá el teléfono. Se asombrará de la viveza, de la riqueza de tonos, matices y estados de ánimo que revela eso que Jean Cocteau y luego Francis Poulenc llamaron «La voz humana». Qué suerte tuvo Cortázar al asistir al nacimiento de la radio. En ausencia, en la distancia, nada tan cálido y humano como una voz.