24 de diciembre de 2018

Objetos de papá

Encuentro, después de tantos años, como en una exhumación, una caja repleta de objetos de papá. No la he abierto en mucho tiempo, y casi diría que la había olvidado, pero no es así o no del todo: sabía que estaba ahí, que sigue ahí después de casi veinte años.

De pronto, en una condensación del tiempo y los recuerdos, vuelven relojes viejos, descompuestos o inservibles; mancuernillas; encendedores caros, una cigarrera de oro, un sello de goma con su firma; un rastrillo de afeitar de metal de un modelo que desapareció del mercado hace decenios; unas frágiles gafas de leer en un estuche de piel muy gastado, algunas monedas conmemorativas; una pipa mordida, muy usada; pequeños ceniceros con la imagen de sitios célebres, la basílica de San Pedro o las cataratas del Niágara. Un par de plumas de Hawái con una bailarina que sube y baja en el cuerpo de la pluma al girarla de arriba abajo, y souvenirs que compran los turistas.

Lo más interesante es una notable colección de cerca de cien cajitas de cerillos de hoteles y restaurantes de varias partes del mundo. Muchas no tienen gracias ni mérito, salvo el estímulo a la imaginación por las distancias en la geografía y el tiempo que ha pasado. Las piezas japonesas son la corona de la colección: pequeñas obras maestras del origami, objetos admirables del refinamiento japonés en el arte de hacer miniaturas de papel con grabados y dibujos muy hermosos. Objetos notables, dignos de guardarse y exhibirse, que no son en modo alguno una caja ordinario de cerillos, útil y desechable.

No hice un inventario ni llegué al fondo de la caja, no es necesario. Esos objetos han estado guardados casi veinte años y ahí seguirán, en un rincón, hasta el día en que vuelva a tropezar con ellos y se agiten de nuevo como si emergieran de aguas profundas los recuerdos. ¿Qué puedo hacer con esos objetos, salvo guardarlos en su caja y conservarlos en su rincón?

Los libros que me interesaban se incorporaron a mis estanterías hace años, y en dos cajones guardó un par de álbumes con fotografías, una carpeta con papeles, otras con notas de periódicos sobre el 10 de junio de 1971. En mis paredes pueden verse algunos de sus cuadros que pareciera que ganan dignidad y calidad conforme pasan los años.

No tengo conflicto con todos esos objetos, que me acompañan en silencio, si no los toco, si no me acerco a ellos. Aunque sé que tarde o temprano tendré que hacer algo con esas dos o tres decenas e casetes que no acaban de encontrar un lugar en la casa, tal vez porque me digo que aún puedo escucharlos, pero no lo hago (conservo, claro, un aparato reproductor, una grabadora de él de los años setenta).

Me dicen que tendría que ponerlos en una bolsa y llevarlos a un museo, a un depósito de objetos de tecnología obsoleta o simplemente depositarlos sin violencia en un basurero. Me dicen que no lo hago por apego, y percibo una conotación negativa. No sé si es respeto, nostalgia, una herencia o posesión inútil, manía o algo en verdad mórbido, no lo sé. Puede ser apego, pero es cierto que me digo, y tal vez me engaño, que un día me sentaré a escucharlos.


Los objetos tienen cualidades extrañas, como una vida secreta. Basta mirarlos y examinarlos, tocarlos, para que nos remitan a personas, situaciones y momentos que no sabíamos que volverían de la memoria a recordarnos palabras, situaciones que dimos irremediablemente por perdidas. A veces los atesoramos aunque no tengan ningún valor, y perder un cabo de lápiz que nos ha acompañado durante un largo tiempo en la escritura, puede ser tan descorazonador como perder un anillo o un reloj de oro.

Los objetos nos dan satisfacciones más plenas de lo que solemos pensar o admitir, y su pérdida puede sumirnos en el desasosiego, tal vez por ello, más que por su utilidad o su valor, existen las oficinas de objetos perdidos, que deberían instalarse en todas partes, aunque para que funcionen hace falta en la sociedad una rectitud cívica de la que con frecuencia carecemos, lo que implica otra pérdida.

En los objetos yacen ocultos mensajes secretos, beneficios secretos más allá de su utilidad. William Carlos Williams decía que «no hay ideas sino en las cosas», y podría añadirse que en los objetos, inertes, fríos, duros, también se guardan emociones y recuerdos.

Elizabeth Bishop escribió «Un arte», un poema célebre con toda justicia que habla del arte de perder objetos, casas, cosas, el ser amado: «El arte de perder se domina fácilmente; tantas cosas parecen decididas a extraviarse que su pérdida no es ningún desastre.»

Vamos por la vida acumulando objetos, y también vamos perdiéndolos uno a uno. Tal vez perder objetos sea también un arte. Algo tendré que hacer con aquellos viejos casetes.

21 de diciembre de 2018

El rechazo a John Kennedy Toole

Podría escribirse la historia universal de los libros rechazados. Sería una historia monótona e interminable. Mucho menos interesante que narrar las excepciones, como propuso Alfred Jarry; la dificultad consistiría en encontrar autores a los que un editor no les haya rechazado al menos un libro.

No son pocos los testimonios y documentos que revelan el rechazo de libros considerados obras maestras de autores célebres. Ese menosprecio es parte de la leyenda del libro y del autor y un formidable estímulo para autores inéditos. «Si rechazaron a Proust, Joyce y Rowling... el secreto es perseverar y encontrar el editor correcto para mi libro», podrían decir los autores jóvenes.

En algunos países, los editores no sólo se toman la molestia de leer los originales que rechazan, sino que escriben cartas, a veces impecables y rotundas, en las que explican las razones de su respuesta negativa. Las cartas que Italo Calvino envió a los autores como editor de Einaudi han sido reunidas en un volumen, Los libros de los otros (Siruela), y deben leerse como un fascinante ejercicio de crítica literaria; otros editores han publicado también colecciones de cartas y han contado en ellas y en libros de memorias las a veces complejas relaciones que tenían con los autores que publicaban y rechazaban.

(Un escritor que se sentía favorito del infortunio decía que no se cansaría de enviar sus manuscritos una y otra vez a todas las editoriales del mundo, y que lo hacía sin amargura y sin esperanza porque ya sabía que una vez más su obra sería rechazada, pero llegaría el día en que un editor sabría valorarlo, entonces recibiría una carta de aceptación, un contrato, un cheque con un adelanto de sus regalías de derechos de autor, entonces todo esa larga espera habrá valido la pena.)

El improbable autor de esa imposible historia universal de los libros rechazados deberá prestar particular atención al caso del malogrado John Kennedy Toole (1937-1969). Su historia es muy conocida, tanto, que es probable que sea el autor y víctima más celebre de nuestros días del rotundo rechazo de un editor.

No deja de ser una pena que John Kennedy Toole sea tan conocido por el suicidio al que lo llevó la decepción de no ver publicada su novela, A Confederacy of Dunces (La conjura de los necios; Anagrama), como por los méritos de su obra, a la que él mismo consideraba, con buen juicio, una obra maestra. El rechazo del editor en el que confiaba fue un golpe devastador.

John Kennedy Toole eligió un editor de muy altos vuelos para su novela. Robert Adam Gottlieb fue editor en jefe de Simon & Schuster, Alfred A. Knopf y The New Yorker, y publicó libros de autores célebres y algún premio Nobel.

El editing del mundo anglosajón no tiene equivalente en la industria del libro en español. Los editores ingleses y sobre todo estadounidenses pueden ser decisivos para llegar a la versión final de un libro, y en algunos casos pueden ser casi coautores. (El caso de Raymond Carver con su editor Gordon Lish es tan complicado y turbio que podría novelarse; y el cine en Genius [El editor de libros o Pasión por las letras], de Michael Grandage, sobre el mítico Max Perkins, se ha asomado a las intensa relación entre un editor y sus autores.)

Gottlieb, entonces en Simon & Schuster, leyó A Confederacy of Dunces y le escribió a John Kennedy Toole no una carta de aceptación, sino una invitación a que lo visitara. Fue el inicio de una pesadilla, de un gran malentendido, de una desafortunada cadena de sucesos que a lo largo de dos años aniquilaron el entendimiento, la posible publicación de la novela y, al final, la vida del escritor.

El editor creía que el libro no se vendería, que Ignatius J. Reilly, el inolvidable protagonista de la novela, no era tan buen personaje, que había errores de origen y hacía sugerencias y exigía cambios. John Kennedy Toole creía en su editor, pero creía más en su literatura. No haría la novela que Gottlieb quería aunque no se publicara. El precio por pagar fue una depresión de la que no supo librarse, de la que no pudo sobrevivir.

Thelma Toole, la madre, encontró el manuscrito de A Confederacy of Dunces, culpó a Gottlieb de la muerte de su hijo y emprendió su cruzada por publicar la novela. Tras años de rechazos y rechazos en una y otra y otra y otra editorial, el escritor Walker Percy, escribió un prólogo y consiguió que la novela se publicara.

A Confederacy of Dunces apareció por fin en 1980, once años después de la muerte de su autor. El éxito fue inmediato (muy pronto empezó a correr su leyenda negra), ganó un premio Pulitzer póstumo y hasta se publicó de pilón The Neon Bible (La biblia de neón; Anagrama) una primera novela de aprendizaje, que el propio John Kennedy Toole consideraba impublicable. (El mercado es insaciable y no perdona, había que aprovechar el momento.)

Algunos errores son fatales. La decepción de John Kennedy Toole ante el rechazo de Gottlieb le costó la vida; a éste aún lo persigue aquel rechazo editorial, y no estaría mal que fuera recordado como el editor que no publicó A Confederacy of Dunces. Ahora, casi nonagenario, en una entrevista se ve obligado a volver sobre el tema. Su posición no ha cambiado. Dice:

«No me arrepiento. Volví a leer el libro y llegué a la misma conclusión. Reconocí la enorme cantidad de talento y el mismo montón de fallos terribles que la primera vez. Cuando el chico se quitó la vida, la madre me echó la culpa. Supongo que no se lo puedes tener en cuenta, pero la chaladura de ella contribuyó al trágico desenlace.»

La última oración de esta cita de Gottlieb merecería una explicación. La «chaladura» de la madre no fue la causa del «desenlace trágico». A veces publicar un libro no es un asunto de calidad, sino de oportunidad, capricho, azar o relaciones públicas. Un capítulo de aquella imposible historia de los libros rechazados podría estar dedicado a las metidas de pata monumentales, y a los testimonios de los editores arrepentidos que han confesado sus errores, como André Gide que no cesó de lamentar haber rechazado el primer tomo de En busca del tiempo perdido de Proust.

John Kennedy Toole creyó con fe ciega en el editor equivocado. Hoy su novela no cesa de ser editada y ya podríamos considerarla un clásico contemporáneo. Está presente en la memoria de sus miles y miles de lectores, en las librerías, en las bibliotecas, en las aulas y en los cubículos de los profesores, y también en las calles. Ignatius J. Reilly, el personaje inolvidable, gordo, renacentista, idealista y chiflado, es una figura central del Mardi Gras, el carnaval de Nueva Orleans, la ciudad de John Kennedy Toole, y goza de una celebridad creciente, al punto que, como a Don Quijote, ya le han levantado una estatua.

4 de diciembre de 2018

La taza y el gis

Es una taza blanca por dentro y negra por fuera. Pareciera una taza ordinaria para beber café, sobria en su diseño, sin nada en particular salvo por un atributo secreto: en su superficie es posible escribir con un gis.

No la usamos para beber, sino para escribir recados, pequeños mensajes urgentes o necesarios, a veces juguetones, que solemos adornar con un pequeño dibujo sin pretensiones. No es fácil escribir con un gis en una superficie pulida y cilíndrica. A veces el gis resbala sin dejar trazo, entonces es necesario desgastarlo como si lo afiláramos, girar un poco la punta o intentarlo por el otro extremo.

Yo debería ser más hábil en el manejo del gis, era el instrumento para escribir en los pizarrones escolares de mi infancia. Ahora están casi en desuso, pero me alegra que todavía en algunas papelerías vendan gises, y como sospecho que pronto desaparecerán del todo, con infantil alegría compré una caja entera de gises blancos para escribir en la taza de los recados, que aguarda muy seria en la mesa de la cocina.

Supongo que los gises de colores no servirían para dibujar en la taza de los recados, tampoco para resaltar la importancia del recado con una advertencia con letras grandes de otro color: ¡Muy importante! Pero me gustaría intentar dibujos en otras superficies. Bueno, hacer garabatos porque nunca aprendí a dibujar.

El gis, esa «arcilla terrosa blanca que se usa para escribir en los encerados [o pizarras]» como lo define el Diccionario, encierra un misterio filológico asombroso. La palabra gis es latina, y significa yeso. Es claro que cruzó el océano Atlántico y en México encontró su hogar. No se usa en muchos otros países americanos y mucho menos en España.

En justa correspondencia, en un admirable intercambio cultural, la palabra náhuatl tiza (tizatl: tierra blanca; barniz blanco) hizo el viaje por el Atlántico en sentido contrario y se asentó en España. Hoy en México nadie llama tiza al gis; en España nadie llama gis a la tiza, aunque sean uno y el mismo objeto.

Existe en el Diccionario otro palabra, un sinónimo de gis y tiza: clarión «barra de yeso mate y greda [...]  que se usa para escribir en los encerados o pizarras de las aulas», pero sospecho que se usa poco o nada, tal vez se le desprecia por extranjera, por francesa.

Me gusta tomar el gis y escribir en la taza: «Es para ti», «No olvides pedir el recibo», «Mañana es el día», «Que te vaya bien», «¿Quién se acabó la crema de cacahuate?» «Te quiero». Los recados en la taza también son un juego, uno que parece de otro tiempo, que no sería posible sin la memoria y la nostalgia para  escribir palabras con letras feas e irregulares.

La taza de los recados también sirve para lanzar un reto y trazar las líneas y la primera X para jugar una lenta sesión de gato. Tal vez lo mejor de todo sea que, al final, casi siempre, uno termina con una sonrisa y polvo del gis en las manos.

3 de diciembre de 2018

Sólo, solo

Las autoridades de la lengua pretenden eliminar una tilde porque no reconocen que sólo y solo son dos palabras distintas, que cumplen distintas funciones.

Sólo Con acento (tilde: ´), en el Diccionario de la lengua española (DLE), [1] es un adverbio que significa «solamente», «únicamente».


Solo Sin tilde es un adjetivo. En el DLE tiene nueve acepciones y significa: «único en su especie», «que está sin otra cosa o se mira separado de ella», «dicho de una persona: sin compañía», «que no tiene quien le ampare, socorra o consuele en sus necesidades o aflicciones», etcétera.

El Diccionario panhispánico de dudas [2] ofrece una explicación más amplia:

«La palabra solo puede ser un adjetivo: No me gusta el café solo; Vive él solo en esa gran mansión; o un adverbio: Solo nos llovió dos días; Contesta solo sí o no. Se trata de una palabra llana terminada en vocal, por lo que, según las reglas generales de acentuación […] no debe llevar tilde. Ahora bien, cuando esta palabra pueda interpretarse en un mismo enunciado como adverbio o como adjetivo, se utilizará obligatoriamente la tilde en el uso adverbial para evitar ambigüedades: Estaré solo un mes (al no llevar tilde, solo se interpreta como adjetivo: ‘en soledad, sin compañía’); Estaré sólo un mes (al llevar tilde, sólo se interpreta como adverbio: ‘solamente, únicamente’); también puede deshacerse la ambigüedad sustituyendo el adverbio solo por los sinónimos solamente o únicamente.» 

El DLE también acepta la tilde: «Cuando hay riesgo de ambigüedad con el adjetivo solo, puede escribirse sólo». 

La Ortografía de la lengua española (OLE) —las tres fuentes son obras de la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE)— dice que «se podrá prescindir de la tilde [...] incluso en el caso de doble interpretación». 

La OLE [3] y la página electrónica de la Real Academia Española, en Consultas lingüísticas y Preguntas frecuentes, coinciden casi textualmente en su comentario. Dice en ésta:

«La palabra solo, tanto cuando es adverbio y equivale a solamente (Solo llevaba un par de monedas en el bolsillo) como cuando es adjetivo (No me gusta estar solo), […] no deben llevar tilde según las reglas generales de acentuación, bien por tratarse de palabras bisílabas llanas terminadas en vocal o en –s

»Aun así, las reglas ortográficas anteriores prescribían el uso de tilde diacrítica en el adverbio solo […] para distinguirlo del adjetivo solo […], cuando en un mismo enunciado eran posibles ambas interpretaciones y podían producirse casos de ambigüedad, como en los ejemplos siguientes: Trabaja sólo los domingos [= ‘trabaja solamente los domingos’], para evitar su confusión con Trabaja solo los domingos [= ‘trabaja sin compañía los domingos’].

»Sin embargo, ese empleo tradicional de la tilde en el adverbio solo […] no cumple el requisito fundamental que justifica el uso de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo […] es siempre una palabra tónica en cualquiera de sus funciones. Por eso, a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad. La recomendación general es, pues, la de no tildar nunca estas palabras».[4] 

Existe una confusión y un malentendido. La RAE y la ASALE no son consistentes en sus documentos normativos. Tal vez porque hay una indecisión justificada, como si no lograran un consenso con razones claras e inobjetablemente convincentes. Decir que «no cumple el requisito fundamental que justifica el uso de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo […] es siempre una palabra tónica en cualquiera de sus funciones» es casi una tomadura de pelo.

Sólo y solo son palabras tónicas, nadie propone mover el acento de sílaba. Con ese criterio, y si se pretende simplificar la lengua, tendrían que desaparecer las tildes diacríticas de los monosílabos (no cambia el acento de lugar) del pronombre él (él es su hermano), y del adverbio y del pronombre (volvió en , al fin dijo ), del pronombre ( fuiste seleccionada), del adjetivo posesivo (esa es tu decisión), etcétera. Lo mismo sucede con los pronombres demostrativos (este, ese, aquel): pretenden eliminar la tilde que distingue a éste de este, etcétera.

El malentendido consiste en que los promotores de esta mutilación no distinguen que sólo y solo son dos palabras homógrafas pero distintas, que cumplen funciones distintas en la oración y en la lengua. Esta explicación no es convincente:

«Las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio contexto comunicativo (lingüístico o extralingüístico), en función del cual solo suele ser admisible una de las dos opciones interpretativas. Los casos reales en los que se produce una ambigüedad que el contexto comunicativo no es capaz de despejar son raros y rebuscados, y siempre pueden evitarse por otros medios, como el empleo de sinónimos (solamente o únicamente, en el caso del adverbio solo), una puntuación adecuada, la inclusión de algún elemento que impida el doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única interpretación.»[5]

De hecho, la eliminación de la tilde genera ambigüedades, confusión, debate y conflicto. Pedir «la inclusión de algún elemento que impida el doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única interpretación» no es digno de lingüistas y académicos, no son soluciones firmes, académicas, gramaticales convincentes, y todo ¡sólo por eliminar una tilde!

Han pasado tal vez ocho años desde la supresión y muchos autores (Arturo Pérez Reverte, escritor y miembro de la RAE ha dado la batalla públicamente por la tilde) siguen tildando el adverbio sólo, y el punto se discute en las redacciones, en foros, en redes sociales. ¿Por qué les pesa tanto una tilde necesaria?  

A Darío Villanueva, director de la RAE y presidente de la ASALE hizo declaraciones en una entrevista que concluyen con otra ambigüedad: «... no consideramos necesario el uso de la tilde ya que los lingüistas dicen que, por ejemplo, en el caso de “solo”, el contexto de la frase permite ver si se trata de un adverbio o de un adjetivo. La Academia no prohíbe el uso de la tilde, sino que dice que no es necesaria [...] hay una polarización: la mayoría de los escritores está a favor del acento y, sin embargo, los lingüistas dicen que no es necesario.»[6]

—¿O sea que se puede acentuar o se puede no acentuar? —le preguntó la periodista.

Villanueva respondió:

«Sí, aunque hay una polarización: la mayoría de los escritores está a favor del acento y, sin embargo, los lingüistas dicen que no es necesario. Estamos empezando a preparar la segunda edición de la ortografía y ahí vamos a procurar ser todavía más claros para que se entienda cuál es la posición. De todas formas, creo que es una tempestad en un vaso de agua.»

No es una tempestad en un vaso de agua, es otra cosa. Los documentos normativos eliminan la tilde sin convencer, y el director de la RAE dice que «la Academia no prohíbe el uso de la tilde»...

No creo que estas actualizaciones forzadas le hagan un favor a la lengua; y aún menos a la RAE y la ASALE, tan rezagadas en otras actualizaciones, en sus pifias y carencias, y tan permisivas y ocurrentes que pareciera han renunciado a su carácter normativo, a las razones lingüísticas y el rigor.

Apelo al uso y la costumbre, al signo que distingue, a la razón y la gramática. Es de sabios cambiar de opinión y respetar las tildes. Aunque lo dijera sólo yo. Pero no estoy solo.

20 de noviembre de 2018

La camisa de un poeta

José Carlos Becerra murió en un accidente en Brindisi, Italia. Su coche se salió de la carretera en una curva y cayó en un barranco. Llevaba con él su equipaje, es decir sus escritos y su máquina de escribir.

Su obra ha sido reunida en El otoño recorre las islas, volumen imprescindible para los lectores de poesía mexicana. Gozaba de una beca y poco antes había salido de Inglaterra. Era la primavera de 1970.

Un poco después, Fernando del Paso llegó a la casa en Inglaterra de la que había salido Becerra para viajar por Italia y heredó una camisa que éste olvidó. Supongo que la prematura muerte del poeta a sus treinta y tres años (también López Velarde, como Jesús, murieron a esa edad) motivó a Del Paso a conservar la camisa.

Del Paso la convirtió en un objeto mágico, le otorgó un sentido y poderes; hizo de ella un conjuro, un fetiche: «cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la camisa y comenzaba a trabajar.»

Puedo imaginar la ceremonia. En momentos en que el texto no encuentra el rumbo, en los que las oraciones se niegan a ordenarse según la sintaxis, Del Paso iba por la camisa, se la ponía sobre sus otras ropas y entonces podía seguir con su escritura.

García Márquez decía que sin una flor amarilla en su escritorio no podía escribir. Cada vez que su relato no avanzaba levantaba la vista y comprobaba que no estaba la flor. Entonces tenía que pedirle a su mujer que le trajera una. Cuando la flor se erguía señorial en el florero, entonces fluían de nuevo las palabras.

Yo no sé si todo esto sea cierto, pero muchos escritores cultivan supersticiones; Flaubert no se sentaba al su mesa si no llevaba su célebre bata, y otro escritor mexicano que partió prematuramente, Daniel Sada, me confió que a veces, cuando la ocasión lo ameritaba, escribía desnudo.

Si se buscan otros casos, se encontrarían tantos que podrían conformar un volumen que podría llamarse las grandes supersticiones de los escritores o los ritos, fetiches y objetos mágicos para facilitar la escritura.

En 2015, cuando Del Paso dejó la camisa de Becerra, la más célebre de la literatura mexicana, en la caja de letras del Instituto Cervantes de Madrid, dijo: «Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos artistas cuya muerte prematura les impidió decir lo que tenían que decir. Por eso esa camisa tiene tanta importancia en mi vida.»

Ahora ha muerto Fernando del Paso. Tal vez en el Círculo de las Letras que el padre Dante habrá preparado para los escritores y poetas (no está mencionado en la Comedia, lo cual no quiere decir que no exista) en el mejor sitio de Averno, se encontrará con Becerra, quien le ofrecerá el primer whisky de bienvenida y le pedirá cuentas de su camisa.

«La dejé en la caja de letras... », diría Del Paso.

«Hiciste mal», le diría Becerra. «La hubieras dejado en un lugar accesible para otros. No sabes cuántos poetas y escritores la necesitan. Es una pena».

No le faltaría razón a José Carlos Becerra. No soy supersticioso, pero puedo aventurar, casi asegurar que algunos libros ya nunca serán escritos. Cuando no fluyan las palabras, faltarán los poderes de la camisa, que casi como un encantamiento era el motor, al menos en dos casos notables, de la escritura.

19 de noviembre de 2018

Rompecabezas

Hace mucho que no armo un rompecabezas, y no creo volver a hacerlo. Tal vez he alcanzado la cifra desconocida que a cada uno otorga el azar o el destino. Y comenzar uno nuevo no conlleva la alegría de poner en su único lugar posible la última pieza.

Hubo un tiempo, hace muchos años, en que fui aficionado a armar rompecabezas. Creo que es un pasatiempo muy extendido, al menos así lo creo porque no es difícil encontrarlos.

Los rompecabezas pueden ser una actividad perfecta para un solitario, pero también se prestan sin pérdida de sus satisfacciones a armarlos en pareja, con amigos, incluso en familia. He cultivado las cuatro modalidades, y no me inclino por ninguna, depende de la figura, del momento. Probar suerte a resolver un rincón oscuro a altas horas de la madrugada tiene algo del misterio del de escudriñar a simple vista el cielo en una noche sin luna.

Aunque los rompecabezas pueden reconstruirse (de eso se trata, de unir la superficie que una vez estuvo unida y ahora está conformada por decenas, cientos, miles de pequeñas piezas más o menos irregulares) en cualquier superficie (los niños suelen hacerlo en el suelo) el lugar ideal es la mesa del comedor, y los aficionados incorregibles la tienen cubierta con un gran rompecabezas de miles de piezas por lo que no hay otra opción que comer en otro lado, con frecuencia en la cocina.

Para los expertos, los rompecabezas deben honrar su nombre, y entre más piezas y más complicados, mejor; siguen al pie de la letra la sentencia de Lezama Lima: «sólo lo difícil es estimulante.» Tengo la impresión que el tema de la imagen es menos importante que la dificultad que entraña. Como casi todo, y no sólo los pasatiempos, los rompecabezas también ofrecen satisfacciones a los aficionados que se empeñan en descifrar las razones ocultas de su encanto.

Yo prefería los que representaban cuadros de los grandes maestros: un rompecabezas con la oscuridad de Rembrandt es un gran desafío, y he sabido de aficionados que añaden tensión el juego al calcular por adelantado, como una predicción, las horas que les llevará completar la figura.

Para armar un rompecabezas hace falta la mesa del comedor (o una semejante), una estrategia (primero crear el marco, las orillas, con las piezas que tienen un lado recto), imaginación, paciencia y mucho tiempo por delante. En realidad, creo que así son todos los pasatiempos, y para que sean gratificantes hay que entregarse a ellos con la seriedad de los niños y el compromiso por las actividades serias y profesionales y productivas.

Un escritor amigo mío me ha contado un cuento que no ha escrito. Una pareja joven arma un rompecabezas en su casa, en la noche, y a medida que acomodan piezas, entre más avanzan lo hacen con urgencia, aunque no acaban de reconocer la imagen, avanzan a ciegas y lo que se le revelará al final, con la última pieza, es su futuro y su destino.

Me gusta la idea, pensar que los rompecabezas, en su sencillez, guardan algo más que una imagen rota, que en el ejercicio de armarlos se revelen o aparezcan, con la figura por armar, recuerdos, destinos, apegos, cariños.

Una amiga me ha contado que su padre era aficionado a los rompecabezas. No está claro si los compraba para él o para sus hijos, pero le gustaba armarlos con ellos, era una actividad constante. Los hijos se aficionaron a los rompecabezas, y armarlos con su padre fue un juego, un rito que cultivaron aún de adultos.

Cuando el padre de Patricia, mi amiga, enfermó, tenía un rompecabezas sobre la mesa, y siguió colocando piezas, con la ayuda de Patricia, hasta que no pudo más. Cuando el padre murió, Patricia se llevó el rompecabezas empezado a su casa.

«No puedo acabarlo», dice emocionada. «Lo he intentado y no puedo avanzar, me gana el sentimiento. Varias veces he querido retomarlo y no puedo», dice, y los ojos se le humedecen, le cambia la expresión del rostro, se le quiebra la voz. «Murió hace cuatro años y no puedo acabar su rompecabezas. No puedo completarlo. No puedo. No puedo.»

14 de noviembre de 2018

Muros

Levantar un muro para separar y aislar es un recurso muy antiguo. Una práctica militar de defensa y una celebración de la arquitectura. Y si todavía se levantan muros es porque algunos cándidos creen que el problema (es decir, el otro, los otros) habrá quedado del otro lado, detrás de las planchas de acero o la horrible pared de hormigón. Pero el problema no se ha resuelto, y la eficacia de los muros es relativa. Algunos muros han sido perfectamente inútiles, y no hay muro que no haya sucumbido con el tiempo.

Algunas ruinas de viejos muros son muy bellas y un gran atractivo turístico; son notables las de Campeche, Cartagena de Indias, Dubrovnik, Roma, Segovia, entre otras, y a su manera el muro de Adriano en Inglaterra. Son elocuentes testimonios históricos que hablan de momentos y circunstancias que se vuelven sencillas y menos trascendentes con el paso de los años. Los muros no siempre resistieron lo suficiente para cumplir cabalmente su objetivo. Antes pareciera que casi siempre fueron superados o derribados o burlados con un caballo de Troya o alguna otra estratagema no menos ingeniosa.

La muralla china fue construida a lo largo de miles de kilómetros durante sucesivas dinastías por cerca de veinte siglos. Levantada para fijar las fronteras del imperio, para impedir que fuera invadido por bárbaros, es el muro de muros, el muro por antonomasia. (También la obra pública y la estrategia de defensa planeada a más largo plazo: fue pensado, diseñado y construido para que algún día ponga a al país a salvo de sus enemigos, aunque ese día puede suceder en cientos de años.)

Levantar un muro de muchos kilómetros en el campo o alrededor de una ciudad muestra la persistencia del peligro, de enemigos, rivales, que amenazan con invadir y saquear, incendiar y destruir, asesinar. Pero también aislarse detrás de un muro, ya sea una ciudad o una nación, responde a un ideal imaginario de pureza.

El muro de Berlín debe ser el más extraño de los muros. A pesar de la flagrante mentira de sus constructores, no fue levantado para protegerlos de la invasión de sus enemigos, sino para impedir que la población que lo levantó, los propios berlineses, huyera del régimen totalitario, lo que convirtió el lado oriental de la ciudad en una gran prisión. Los muros suelen erigirse para evitar las invasiones de bárbaros y piratas, vecinos y extraños, de otros, no para separar a un mismo pueblo, con uno absurdo que partía en dos la ciudad.

El de Berlín, además, fue un muro que en su lógica perversa fue perfeccionado en sus veintiocho años de existencia: le fueron añadidos obstáculos, muros interiores, cercas, zanjas, cámaras, sistemas de iluminación y detección. Está documentada la historia de los intrépidos alemanes que desafiaron el muro y el régimen y consiguieron huir; también está documentada la historia de los que lo intentaron y no lo consiguieron, a veces bajo las balas del ejército de su país. El ingenio, la audacia y el valor de los que emprendieron la huida, hayan tenido éxito o no, consigna historias que bien podrían llegar a las más osadas películas de acción.

Levantar un muro es como ponerle puertas al campo, según dice un dicho, y en Francia existió la llamada Línea Maginot, un «muro» formado por una serie de fortificaciones que  debió impedir el avance de las tropas alemanas hacia París en la segunda Guerra Mundial. Los alemanes no se molestaron en probar su eficacia defensiva, le dieron la vuelta, pasaron por Bélgica y entraron a Francia por Sedán, Ardenas, como si estuvieran de ejercicios militares en su casa, y convirtieron a la orgullosa y costosísima Línea Maginot en una gigantesca obra inútil y uno de las estrategias de defensa más estrepitosamente fallidas de la historia.

Hoy se levantan y se mantienen en el mundo más muros de lo que solemos imaginar. Los hay en Israel y Palestina, en Hungría y Serbia, en Arabia Saudita e Irak, en Belfast, entre las dos Coreas, y también lo son las vallas de Ceuta y Melilla, entre otros. Entre los Estados Unidos y México en algunos tramos de la frontera existe un muro además de otras barreras y obstáculos donde no los separa el río. Y el gobierno de los Estados Unidos quiere extenderlo a lo largo de toda la enorme frontera.

Todos estos muros no pretenden, como los antiguos, proteger de un ejército invasor, sino aislar comunidades, zonas privilegiadas y, sobre todo, no permitir el paso de los migrantes que buscan ganarse la vida dignamente en otro país por la simple razón de que no pueden hacerlo en los suyos.

Los muros de las casas, instituciones, conventos, fincas y haciendas cumplen la misma función, salvaguardar la propiedad, librar a los ocupantes de las miradas y amenazas del exterior, aislar, proteger. Algunos son modestos, como debió ser la empalizada de Robinson Crusoe, y otros pueden ser obras que generan intimidad y notables espacios, arquitectura y arte como los muros del Luis Barragán. Y en muchas partes del mundo hay empresas, propiedades, fraccionamientos y urbanizaciones amurallados como ciudades europeas medievales.

No podría afirmar que los muros no sean necesarios. Tal vez por desgracia lo son. Pero habría menos muros físicos si no existieran otros muros, que separan a los hombres y los pueblos mejor que los de hormigón o piedra, alambres de púas y cercas electrificadas; son los muros de la enorme desigualdad, de la incomprensión, del racismo, del prejuicio, del desprecio. Tarde o temprano todos los muros acaban por caer; ojalá también desaparezcan éstos.

13 de noviembre de 2018

Diana, Carlos y Camila

Diana Spencer, también conocida como Lady Di, la Princesa Diana, la Princesa de Gales o la Princesa del Pueblo vivió, ya se sabe, el inicio de un sueño rosa que terminó en pesadilla. La suya es la antihistoria de amor de la princesa más célebre de nuestro tiempo. Su vida es la crónica de un desengaño, una desilusión, a la que siguieron escándalos, un constante revuelo mediático y un fin prematuro y trágico.

No era una cenicienta, su familia es aristócrata, pero salió del kindergarten en el que trabajaba para casarse con un príncipe de verdad, Carlos de Gales, heredero del trono de la Gran Bretaña. Se comprometieron cuando apenas se habían visto una docena de veces, ella a sus 19 años, y él a sus 32, pero no sólo los separaban trece años sino también intereses y gustos, estilos de vida y razones para ese matrimonio. Se casaron en 1981, y la boda fue transmitida por televisión a todo el mundo.

Diana era una muchacha agraciada, que vivía como lo hacen las chicas de su edad. Mala estudiante de bachillerato, practicaba deportes y ballet. Le gustaba la música pop, y fue amiga de algunas de las superestrellas de rock. Elton John lloró y cantó su muerte profundamente consternado.

Carlos cultivaba la flema británica y, algo estirado, desde pequeño parecía adulto. Le interesaba la pintura, la arquitectura, la conservación, la naturaleza (ahora es ambientalista, miembro de World Wildlife Fund), la agricultura ecológica; es un defensor de la indefendible homeopatía y se ha vuelto tan maniático que viaja con su almohada, su colchón, su comida orgánica y su agua mineral.

A pesar de apenas conocerse, de no haber vivido un noviazgo apasionado y de no haberse divertido y reído como una pareja feliz, Diana, ilusionada, enamorada (testimonios sostienen que su gran amor fue Carlos) se casaba para estar al lado del príncipe, tener hijos y formar una familia. Tal vez nadie le dijo que su matrimonio tenía una razón de Estado. Para Carlos, que nunca la amó, que nunca se enamoró de esa muchacha muy blanca y muy rubia, de sonrisa encantadora y grandes ojos azules, el matrimonio era un compromiso, «una llamada del deber». No es muy arriesgado aventurar que nunca se llevaron bien.

Pero había alguien más para arruinar ese matrimonio, Camila, con la que el joven príncipe, de poco más de veinte años, tuvo amoríos a principios de los años setenta, es decir, cuando Diana tenía diez años. La relación no prosperó, tal vez porque Camila era católica (y no muy bien vista por la familia real) o porque se peleó con Carlos, o simplemente no sabían todavía que en verdad se querían o tal vez todavía no se querían y las razones del corazón son tan complicadas, contradictorias e inexplicables; el punto es que, como sucede tantas veces, Camila se casó con otro.

Sin embargo, Carlos no desapareció de su vida, tan cerca se mantuvo que es padrino del primer hijo de Camila y de Andrew Parker Bowles. Y tan cerca estuvo Camila de la vida de Carlos que asistió como invitada a la boda de éste con Diana.

No se olvidaron. Su amor no se había agotado. Fatigados de sus respectivos matrimonios, Carlos y Camila volvieron a verse, y a fines de los años ochenta se dio a conocer una grabación amorosa y obscena, que le hubiera encantado a James Joyce (su tono recuerda las cartas del escritor a Nora Barnacle, su mujer). El escándalo cimbró a la monarquía. El matrimonio entre Diana y Carlos ya se había hundido, a pesar de su real destino, a pesar de sus dos hijos, los príncipes Guillermo y Enrique, sólo que ahora lo sabía, literalmente, el mundo entero.

A esa nueva etapa del largo romance de su marido con Camila, Diana, herida, humillada, decepcionada, con el corazón y el orgullo rotos respondió de dos maneras. Por un lado, después de su divorcio, asistía radiante, elegantísima, impecable en su arreglo, a todos los actos sociales y de beneficencia que podían colmar su agenda; recorrió hospitales, orfanatos y salones; se entrevistó con personalidades y jefes de Estado, viajó a muchos países y, fotogénica, se convirtió en la mujer más fotografiada y mediática del planeta. Nadie podía entender cómo Carlos la había dejado por una mujer quince años mayor que la princesa, incluso mayor que él, con fama de pizpireta, no del todo agraciada y sin el encanto de Diana.

Por otro lado, le hizo la guerra a Carlos y a la familia real británica, aspiró a cargos públicos, se empeñó en ser embajadora, concedió entrevistas e hizo declaraciones impropias de una princesa, y, sobre todo, se buscó nuevos amores, uno tras otro (la prensa rosa le llevaba la cuenta de siete), con los que también quería humillar a Carlos. (Uno de esos amantes, el capitán James Hewitt, su maestro de equitación, con el que Diana inició una relación de cinco años aun casada con el príncipe de Gales, e incluso se sospechó que podría ser el padre del príncipe Enrique, incurrió en la bajeza propia de un patán de lucrar con su relación y además puso en venta las cartas que le envió la princesa.)

La de Diana, entonces, fue una carrera hacia ninguna parte. Una fuga al futuro. Literalmente, huía de los paparazzi, los fotógrafos de la prensa del corazón, a la que tanto le debía su celebridad (de la que se beneficiaba) cuando murió en un accidente automovilístico en París. Iba con el último de sus novios, el egipcio Dodi al Fayed. Al morir, en agosto de 1997, Diana se convirtió en la Princesa del Pueblo, en la víctima del amor y el engaño; la que podía encarnar el gran sueño que le fue arrebatado por un príncipe malo.

Diana, como Marilyn Monroe, murió joven, bella, en el punto más alto de su fama y con millones de admiradores. Ambas murieron a sus treinta y seis años; Afrodita, Venus, o alguna otra diosa de la belleza, o tal vez Fortuna, a costa de sus vidas, no les concedió el dudoso privilegio de envejecer.

Carlos ya podía casarse con Camila, pero no tuvo el permiso de su madre, la reina Isabel, hasta 2005. Ahora Camila es la duquesa de Cornualles, y aunque debería ser Princesa de Gales por su matrimonio con el príncipe, no la llaman así; la Princesa de Gales sólo puede ser Diana.

En unos días, en este noviembre de 2018, Carlos cumplirá setenta años, ya es un venerable abuelo y sigue siendo, como lo es desde niño, el príncipe heredero que espera algún día, a la muerte de la reina, ser el rey de la Gran Bretaña. Con motivo de ese aniversario encuentro en la prensa una foto de Carlos y Camila. En la foto él aparece tan viejo como relajado, le sonríe a su mujer, con la que lleva un buen matrimonio, y una relación intermitente de cuarenta y siete años.

Todo esto es una historia conocida. Y la familia real británica no tiene importancia, salvo la función que cumple en la estabilidad del Estado británico y la que sus súbditos le otorguen, pero en un mundo globalizado y con la excesiva atención que se les otorga a los sucesos de los países dominantes, la infausta historia de Diana cumple una función: si así le fue a la princesa con cutis de porcelana, que parecía salida de un cuento de hadas; si vivió el desengaño y conoció el sufrimiento y se casó ilusionada y no fue feliz para siempre, qué pueden esperar las jóvenes con una vida plebeya, ordinaria y normal. Aunque siempre se puede ser dichoso y el amor merece una oportunidad de iluminar las vidas de las personas, es importante recordar que las princesas también lloran.

La historia de Carlos y Camila, su imposibilidad de estar juntos, sus primeros matrimonios, sus encuentros clandestinos, la lucha por su amor, su reencuentro después de muchos años, su dicha al final del camino se parece mucho a la más rosa de las novelas de García Márquez. Diana fue la víctima, sí, lo es; pero si por un momento miramos el otro lado de la medalla reconoceremos que si en este triángulo hay una historia de amor no es la de Carlos y Diana.

«Si dos se besan el mundo cambia», cantó Octavio Paz, pero tal vez el poeta omitió decir que hay un tercero que sufre si dos se besan. Si por un momento pensamos que estamos ante un amor profundo y persistente, que ha sobrevivido al peso de la realeza británica, las obligaciones, los errores y decisiones fallidas, los escándalos, el insufrible ruido y algazara mediáticos, la historia cambia. Tal vez el otro lado de la medalla tiene un final feliz, y nada le gustará más a Carlos que subir al trono y hacerse rey, con Camila, la mujer de su vida, su reina, a su lado.

2 de noviembre de 2018

Julieta y los gatos

El primer gato en la Tierra saltó de un relato acadio, sumerio o egipcio (en esto difieren los sabios) hace unos cuatro mil quinientos años. Ágil, dio un brinco muy gracioso desde la tablilla de arcilla y cayó como gimnasta rumana a los pies del primer autor que imaginó un gato. El gato miró curioso a su creador, ladeó la cabeza, se lamió una pata y se la restregó por la cara e hizo miau.

El gato, por tanto, es un ser tan literario como felino. Desde entonces, los poemas, relatos, cuentos y novelas de gatos conforman un género, una galaxia literaria tan extensa y variada cuya clasificación y conocimiento total se antoja imposible porque las literaturas de todo el mundo, en todas las lenguas y en todos los tiempos cuentan historias de gatos.

Si es imposible recordar a todos los autores de todos esos escritos sobre gatos, si es imposible reunir todos esos textos animados por «esos seres suaves, ondulantes, crueles y tiernos, siempre imprevisibles, solitarios y nocturnos que introducen en nuestro mundo cotidiano el ámbito de lo desconocido», es justo dar noticia cuando cae en nuestras manos una joya de la literatura gatuna.

Julieta Campos, autora cubana de nacimiento y formación, escribió en México en los años sesenta y setenta algunos de los libros con la prosa más clara y nítida de aquellas décadas. La calidad de su escritura debería bastar para ganarle lectores, pero salvo entre especialistas y nostálgicos, sus cuentos y novelas están casi olvidados, estos no son buenos tiempos para su notable literatura.

En un ensayo luminoso, «De gatos y otros mundos», en el volumen Celina y los gatos, Campos hace «la advocación de esas ambiguas criaturas, siempre cercanas a lo secreto y por ende a la poesía». El texto es una lúcida celebración, una breve historia, un recuento de las antiquísimas relaciones entre el gato y la palabra, entre el gato y la humanidad.

Pieza notable en sí misma, esas catorce páginas son tal vez las más agudas, intensas y felices que se han escrito sobre los gatos. Y no sólo sobre ellos y los poetas, también nos habla de nosotros mismos:

«Cuando el poeta quiere mirarse a sí mismo, hurgar en su espíritu, se encuentra con una presencia interior que lo contempla con pupilas pálidas, como ópalos vivientes: esa mirada fija, la del gato que se pasea en su cerebro, como en su propia casa, no es otra cosa sino el testimonio de su espíritu.»

«De gatos y otros mundos» es, de principio a fin, un tesoro, una fiesta particular y casi secreta para los amantes de los gatos y la buena literatura.

3 de octubre de 2018

El toreo era la vida

Claudio de Jesús Campos Morales, vecino de Kanasín, era un torero sin fortuna y banderillero de la plaza de Mérida, Yucatán. Conocido como El Teto, participaba en las fiestas patronales y toreaba en las ferias yucatecas. Sus amigos recuerdan una lejana tarde en que alcanzó la gloria con una faena; era un personaje conocido y querido en el medio taurino local. Había heredado la afición, no era el primero en su familia en dedicarse a la tauromaquia.

Una lesión en un tobillo lo llevó al quirófano. Los médicos le advirtieron que no volvería a poner un pie en el ruedo, que no volvería a torear. Claudio de Jesús, El Teto, entró en un callejón existencial (oscuro como un túnel) como si en el callejón de una plaza se encontrara a un toro que lo embiste de frente. Camus nos enseñó que si hay razones para vivir un nuevo día, el problema del suicidio, al menos por ese día, ha sido conjurado. Ante ese retiro obligado, súbito y definitivo del toreo, Claudio de Jesús se ahorcó. Tenía cuarenta y cuatro años.

Es fácil hablar de depresión, un mal de nuestro tiempo que tratamos con irresponsable ligereza. William Styron, no sólo en sus novelas (la más conocida gracias al cine es La decisión de Sophie) había abordado la depresión, algunos de sus personajes la padecen, sino también en Esa visible oscuridad: memoria de la locura, ensayo y testimonio definitivo sobre el tema, nos ha permitido asomarnos al abismo o el callejón, nos ha hecho comprender que alguien con una depresión profunda ni siquiera es capaz de explicar que está deprimido.

No siento ninguna predilección por los toreros, ni los admiro por los riesgos que corren en el ejercicio de su oficio, aunque reconozco su osadía, pero sí encuentro una coherencia profunda de Claudio de Jesús con su vida y proyecto de vida. No sé a qué edad suelen retirarse los banderilleros, pero verse lejos de la pasión que anima su vida a los cuarenta y cuatro años es muy pronto, y aunque ya no se sea joven, falta mucho para el fin natural de la vida. Decidió que no ejercería otro oficio, y que tendría muchos años por delante como para entregarse de lleno y con pasión a la nostalgia.

Si todo suicida tiene sus razones, la impecable lógica de su decisión, casi siempre falta su testimonio completo, la crónica de su entrada al callejón, pero quizá nadie está preparado ni interesado en dar demasiadas explicaciones. Claudio de Jesús, supongo, decidió o comprendió que si no era torero no sería nada más. La existencia misma, el mundo y sus maravillas serían irrelevantes y no tendrían razón de ser.

Este no podría ser un caso más de los que Vila-Matas llamó suicidios ejemplares en un libro del mismo nombre. No. Éstos son esencialmente literarios. Lo de Claudio de Jesús responde a otra cosa, y yo sólo haga notar su coherencia. Identificó el sentido de su vida, su vida misma, con su oficio. Si ya no podía torear, entonces no podía vivir. Fin.

1 de octubre de 2018

Thomas Hardy y el olvido

Adiós a todo eso es el título del libro de memorias que Robert Graves escribió a sus treinta y tres años para ganar dinero y pagar sus deudas. No es del todo apresurado calificar como prematuro el libro que cuenta la vida de un hombre aún joven, pero si ese hombre es un soldado sobreviviente de la primera Guerra Mundial y tiene el talento literario de Graves, entonces ese libro se torna necesario e incluso indispensable. Graves cuenta la guerra, la vida de los soldados en las trincheras, su contacto diario con la muerte con asombrosa maestría y desapego.

Aunque Graves tomaba notas sobre su vida, algo así como un diario, un registro de sus años en Francia luchando contra los alemanes, con la intención de usar sus apuntes para una novela, es notable la recuperación del pasado con un arduo ejercicio de memoria.

Después de la guerra, un día Graves visitó con su mujer a Thomas Hardy en su casa de campo. Hace un siglo, el autor de Tess d' Urberville, era un poeta y novelista célebre, que ahora está en ese extraño limbo entre la gloria petrificada de algunos clásicos y el más rotundo olvido. Así como un día pueden aparecer libros suyos en las mesas de las novedades de las librerías, también es posible que no se reedite más y las siguientes generaciones no podrán ser acusadas de olvido por la simple razón de que no lo conocieron ni lo leyeron (son muchos los confinados a ese limbo).

De esa visita, cuenta Graves en Adiós a todo eso, en la traducción de Sergio Pitol, que Hardy «en una ocasión había estado podando un árbol cuando de pronto germinó en su mente la idea de un relato. La mejor idea que hubiera concebido en su vida, y le llegó completa, con los personajes, el escenario, y hasta algo del diálogo. Pero como no llevaba lápiz y papel consigo, y deseaba terminar de podar antes de que el tiempo se estropeara, no tomó notas. Cuando se sentó a la mesa y trató de recordar la historia, todo había desparecido.» Y Hardy le aconsejó a Graves: «Llevé siempre papel y  lápiz. [...] Por supuesto que aunque ahora recordara la historia ya no la escribiría».

Sabio el consejo del viejo Hardy. Siempre hay que llevar papel y lápiz: siempre. Uno no sabe cuándo llegará la «mejor idea que hubiera concebido». Por un instante aparece la imagen impecable de ese relato, llamado a ser el mejor de todos, pero el rayo del numen, la fuerza de la revelación, la emoción de escuchar el canto de la musa, aturden de pronto de tal manera que al pasar el arrebato, el gran momento, nada queda.

Al encontrar un momento de sosiego, tal vez al llegar a la mesa de trabajo, sólo queda el recuerdo de esa experiencia intensa: de haber imaginado un relato completo o sentido un poema perfecto que nunca será escrito porque de él no ha quedado ni una palabra. Lo arrebató el olvido. Hardy dice la verdad. Sé de qué habla. Puedo dar fe de que a veces es así.

21 de septiembre de 2018

Juan José Arreola

Hace cien años nació Juan José Arreola. Cada día es más grande, y sus palabras más diáfanas, su literatura más pura y profunda. Su lección de amor por el lenguaje es impecable y fecunda, y su ingenio y brevedad son asombrosos: nadie ha dicho más que él con tan pocas palabras.

Arreola es uno de esos escritores que pueden leerse sin fatiga a lo largo de la vida, y pareciera que sus relatos son mejores con el paso de los años. Es, sin más, uno de los imprescindibles. Tal vez su universo se cifra en esta cita, casi una autobiografía literaria:

«Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor.»


18 de septiembre de 2018

La escritura, el boxeo, la vida

El vínculo entre el boxeo y la literatura es una larga historia de más de quince rounds. No sólo muchos escritores han escrito relatos y cuentos (también novelas, casi todas menos célebres) sobre boxeadores, sino que se han puesto los guantes. Tres escritores amigos o conocidos míos, no tan jóvenes, entrenan y se suben al ring.

J. R. Moehringer sabe por qué: «Este deporte seduce también a escritores, y los arrastra con su corriente de testosterona. Muchos tienen una muerte espantosamente literaria, ahogados en su propia hipérbole.» Y conoce el fondo de esa fascinación: «Si boxear es la metáfora definitiva de la vida, entonces, creo yo, es la metáfora definitiva de la escritura, que no es más que una destilación, una transposición, una explicación de la vida.»

Hoy el boxeo me interesa mucho menos que hace años, pero la escritura sutil y poderosa de J. R. Moehringer en El campeón ha vuelto (Duomo Ediciones) me ha devuelto el entusiasmo perdido. Si El bar de las grandes esperanzas,¹ su libro de memorias, es una obra notable y fuente inagotable de alegrías, con este relato sobre un campeón sin corona, indigente y embustero, las supuestas diferencias y la distancia entre el periodismo y la literatura desaparecen, como deben desaparecer las coordenadas y la claridad de la visión del mundo tras recibir un gancho devastador; también es el negro literario, el escribidor, es decir el verdadero autor de Open, la estupenda autobiografía de Andre Agassi. Vaya si Moehringer sabe contar historias.

Un periodista sale a las calles a buscar a un boxeador viejo, sin techo, miserable, del que los expertos y aficionados y rivales se acuerdan porque tenía una pegada demoledora, una de la más fuertes en la historia del boxeo de peso completo.

Como le sucede con frecuencia a los buscadores, ese periodista encuentra mucho más de lo que busca. Fascinado por la figura del viejo boxeador, obsesionado con la identidad y la figura paterna, animado por la «sólida creencia de que la vida es una pelea sangrienta», Moehringer cuenta una historia que encierra otra historia (como los buenos cuentos) y un desengaño, y no faltara quien encuentre una enseñanza y una moraleja.

Ejercer su oficio para escribir un gran reportaje, descubrir quién es Campeón y llegar a vislumbrar la verdad, son buenas razones para llegar al fondo, para buscar tal como el capitán Ahab persigue a Moby Dick. Moehringer sabe que el camino es arduo y doloroso: «Mis boxeadores favoritos, como mis escritores favoritos, son los que están dispuestos a llegar hasta lo más hondo de sí mismos, a sangrar más.»

Los intrincados y densos vínculos entre el boxeo, la vida y la literatura tienen aquí otro vaso comunicante, otra herida por la que sangrar. ¿Es el boxeo una metáfora de la vida? Sí, y a veces la vida misma. Aunque también, para los que nunca subimos al ring, una opción, una visión inocua como un placebo, aunque también puede ser muy inquietante: «el boxeo reduce la vida a un retablo descarnado y conmovedor que podemos contemplar a salvo desde la distancia, y experimentar como catarsis purificadora.»

_________________
¹Véase en este blog el apunte El bar de las grandes esperanzas del 27 de diciembre de 2016.

29 de agosto de 2018

Una beca por un millón de palabras

Un prolífico escritor y profesor en una universidad de Europa central, con el que me gusta conversar cuando vuelve de vacaciones, me ha contado algo que me sorprendió. Yo sabía que él ha sido varias veces becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para escribir sus obras de creación y sus ensayos académicos, pero no sabía que también ha sido jurado del mismo Fondo.

Le pregunté cómo era  posible esa doble condición, y, sobre todo, qué difícil debería ser elegir, darle el voto a alguien, entre decenas y tal vez cientos de aspirantes. Su respuesta fue contundente:

—No. Seleccionar a un becario es muy fácil. Le doy mi voto al que tiene más producción. Al que ha escrito más. Sin duda es el más comprometido y el que mejor aprovechará la beca.

Nunca hubiera pensado que el número de palabras, de cuartillas o de libros sería el factor determinante para favorecer un proyecto literario. Yo hubiera pensado en el talento, en la calidad, en la originalidad, en la creatividad, en la innovación como factores decisivos. Por algo no soy jurado del Fondo.

Recordé a mi amigo cuando encontré que su opinión coincide con la de un enorme escritor que ha vuelto de un olvido casi unánime, ya que su reaparición editorial parece, más que un regreso, una resurrección después de una muerte literaria de varios decenios: Stefan Zweig.

Zweig en el prólogo de un libro de ensayos [Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievksi); Acantilado] dice más o menos lo mismo. Reconoce en esos tres autores a los verdaderos novelistas europeos del siglo XIX. Admite que no pretende «en absoluto ignorar la grandeza de ciertas obras de Goethe, Gottfried Keller, Stendhal, Flaubert, Tolstói, Victor Hugo y otros, algunos de cuyas novelas, tomadas por separado, superan a veces en mucho a las de Balzac y Dickens».

Menos mal que les reconoce algún mérito, pero Zweig se siente obligado a «aclarar explícitamente su profunda y firme convicción de que existe una diferencia entre el autor de una novela y el novelista. Novelista, en el sentido más elevado de la palabra, sólo lo es el genio enciclopédico, el artista universal que —aquí la extensión de la obra y la plétora de personajes se convierten en argumento— construye todo un cosmos, que junto al mundo terrenal crea el suyo propio con su propios modelos, sus propias leyes de gravitación y su propio firmamento.» (Nótese que Tolstói no alcanza la categoría de novelista.)

Para ser novelista, según Zweig, hace falta un mundo literario propio, una larga serie de novelas, miles de páginas que muestren, reconstruyan, imiten, reflejen una sociedad, o mejor aún, un universo propio, paralelo, que no se somete a las leyes y características de nuestro mundo. Así, para él, tal vez sería novelista J. R. R. Tolkien, y Virginia Woolf o James Joyce sólo autores de novelas. En México, el único que calificaría como novelista en esa clasificación regida por la «extensión de la obra y la plétora de personajes» sería, tal vez, Carlos Fuentes.

Yo no sé si el profesor amigo mío y el gran Zweig extenderían su criterio a la poesía. En ese caso, Walt Whitman y Pablo Neruda serían becarios, seguro, pero no Salomón y San Juan de la Cruz. El dictamen correspondiente podría decir: «Si bien el Cantar de los cantares es una obra con notables aciertos y no exenta de méritos, la escasa producción del autor no garantiza ni justifica un estímulo pecuniario, y menos aún si consideramos que seguramente esa segunda obra, de realizarse, no alcanzaría los mejores momentos eróticos de su opera prima.»

«Y la producción del señor De la Cruz es tan escasa como oscura, permeada de un misticismo tan obsesivo y repetitivo que no cabe lugar a dudas de que no escribirá mucho más. Es un poeta de cierta calidad que revela un agotamiento y el fin de su producción, tan breve y lírica como alucinada y fantasiosa.» 

Tal vez el que más escribe (y más publica) es el que más trabaja. Pero aún así tengo la vaga impresión de que calidad no es lo mismo que cantidad. Entre nosotros es casi unánime (y el casi casi sobra) la opinión o juicio inapelable de que la mejor novela mexicana es Pedro Páramo (no es del todo imposible que un fundamentalista de ese opinión tenga la ocurrencia de proponer a la Nación elevarla a la mismísima Constitución y considerar su lectura como el primero de los derechos culturales).

Está claro que Juan Rulfo no es un novelista según el criterio de Zweig. Esta tarde de lluvia he sonreído al imaginar lo que le podrían decir a Rulfo, en un juego absurdo, fuera del tiempo y la historia, si se presentara como aspirante a becario del Fondo para escribir una novela, según ese criterio:

—Señor Rulfo, usted no es novelista, es el autor de una novela. «Aquí la extensión de la obra y la plétora de personajes se convierten en argumento.» Además, cómo se le ocurre pedir una beca si en toda una vida además de su novela de doscientas páginas sólo ha escrito un librito de cuentos?  Demasiado poco. ¿Sería usted capaz de ponerse a escribir y realizar una obra de al menos unas tres mil páginas, más o menos de un millón de palabras?

La respuesta es obvia. Rulfo y Gorostiza y Arreola, entre otros maestros de la brevedad y el silencio, no serían becarios.

23 de julio de 2018

Un beso para erigir un sueño

Ahora, en este presente continuo y fuera del tiempo que recreo cada vez que repito el milagro de que Louis Armstrong cante como un presagio “A kiss to build a dream on”, del viejo disco se desprenden palabras como guiños que no me son del todo ajenos, anhelos recurrentes que persisten y confundo con las formas de tu ausencia.

Esa etérea presencia tuya, ese no estar y revelarte en la música, en las cosas, esa ilusión perfecta, hace del tiempo un espacio inmóvil fuera de la canción. La trompeta heráldica y la promesa nunca formulada de erigir un sueño que no era tal adquieren su sentido al hablarte en la distancia. Son la expresión de algo que no existía, que jamás ha existido entre nosotros (ese vano tú y yo), en el tiempo relativo de los relojes y los calendarios.

Repito la canción y me gusta más todavía, se despliega en la noche y me entrega uno a uno sus misterios cada vez que Armstrong pide un beso para erigir un sueño. El beso no es el detonante porque descubro que el sueño ya existía en silencio y sin saberlo. La intuición de lo que eres y te atribuyo hicieron de un beso fundacional el principio de algo que viene de lejos, que madura entre nosotros de pronto como un vino viejo recién servido.

Las palabras que ahora dicen lo que debimos haber sabido, lo que siempre temimos porque no había promesa ni futuro y sí el temor de que ese beso no sirviera para erigir un sueño. Deseo puro, destilado de una abstracción ideal del tú y yo que jamás pasó ni tomó forma en nosotros porque sabíamos que sólo hubiera sido la tristeza y la caída absoluta, el desvanecimiento del sueño prometido que bien podría ser la mixtura de la amistad y el cariño o la ilusión del llamado del amor.

Pero ahora, cuatro días después de beber contigo una copa de Chianti, aquello que parecía emerger aún se niega a sí mismo. Mi mano que rozaba tus labios derrumbó cinco años de espera. Un beso se multiplica y transforma en cuatro días de ausencia la marcha del tiempo. Ahora el sueño tiene tu silueta y no la de sombras que no tomaron luz en ti o en la otra tú que sueño e imagino.

Cuatro días han absorbido cinco años. A eso que llamo tu ausencia la confundo con la que no eres; reconstruyo tu risa y tu manera de mirarme, a las que he definido como la alegría y la melancolía. Cinco años de distancia son insoportables por la indecisión que no erigió un sueño, pero cuatro días después de alcanzados duele más la ausencia de tus labios empapados en vino.

Es esta la peor manera de vivirte. ¿Cuál es el recuerdo tuyo más antiguo que tengo? Se confunden los tiempos verbales que no pueden explicar que te encontré hace cinco años y hoy te reconozco, o que bebimos vino hace cuatro días y lo disfruto ahora, o que desde hace cinco años te estoy besando esta noche. Te descubro donde estés: en la canción, en el vino, en la ausencia, en la memoria, en el tiempo, en la persistencia del regusto en mi boca de un beso tuyo para erigir un sueño.


______________ 
Nota:  Cada texto está fechado, aunque no lleve la cifra del año. La historia, el tema, los personajes, el lenguaje, las expresiones y giros, la tecnología revelan pistas para deducir cuándo fue escrito. Basta pensar que aquí se habla del "viejo disco", y aunque se tratara de un CD y no de un LP de vinilo, ya es suficiente para datarlo hace media vida. Algunos excesos, un poco andar en círculos y cierta confusión me dicen que este texto tiene tal vez veinticinco años. Lo recordaba, y sé que lo guardé con la idea de reescribirlo algún día. Ahora que ha sido exhumado de una carpeta arrumbada veo que, salvo limpiarlo, no tiene sentido volver a hacerlo. Entonces lo publico aquí o lo condeno al limbo informático, nombre electrónico y elegante del cesto de los papeles, que es el mejor amigo de un escritor según cuenta Robert Graves. Disculpe usted, amable lector, que haya elegido la primera opción.

22 de julio de 2018

Tomados de las manos

Entré al café a tomar notas para un relato. Tenía cuarenta y cinco minutos antes de la hora del taller de lectura. Pedí un expreso y fui a sentarme a la única mesa libre. Elegí la silla en la que tendría más luz. Enfrente de mí, al fondo, a unos tres o cuatro metros, junto al ventanal, en un encuadre perfecto, al centro, sin obstáculos, estaba la pareja.

Ella, a la derecha, mostrándome el lado izquierdo de su perfil griego. Muy delgada, de rasgos finos sin llegar del todo a bonita, con una trenzas delgadas que se enlazaban en la nuca sobre el cabello a los hombros. Llevaba ropa deportiva, oscura. Él, a mi izquierda, frente a ella, llevaba el cabello muy corto y una barba muy cuidada, a la moda, pantalones claros y una camiseta. Eran muy jóvenes, acababan de dejar atrás la adolescencia.

Eran una pareja de jóvenes adultos, al principio de sus veinte años. No llevaban mochilas ni bolsos ni tabletas ni computadoras; tampoco usaron sus teléfonos. Los imaginé estudiantes universitarios. Nada había de particular en ellos, pero pronto supe que era su primera cita. Se veían en las aulas y los pasillos, tal vez eran compañeros de clase y se sentaban juntos; aunque quizá no estudiaban la misma carrera pero se conocían, seguro tenían amigos en común.

Yo no escuchaba ni una palabra de lo que decían, pero su conversación fluía, uno y otro tomaban la palabra, se reían. Sin saberlo medían el terreno. Aún había una distancia, aguardaban con las espaldas en los respaldos de las sillas, como si no hubiera llegado su hora o no supieran qué esperar. Estaban en el filo de un plano superior de su relación.

En su mesa sólo había un vaso con naranjada y un capuchino. Ella se estiraba las mangas y se cubría con ellas las manos. Subía los pies a la silla y se abrazaba las rodillas con ambas manos, encerrándose en sí misma. No era un gesto elegante. Luego las soltaba, se llevaba las mangas (con las manos ocultas) a la cara, se revolvía en la silla. Él no se movía, pero movía mucho las manos al hablar.

Mi mirada iba de la pareja al cuaderno. En la mesa de enfrente y en la página en blanco estaba por suceder algo. En la mesa, un amanecer; en el cuaderno, la crónica de eso que emergía. Todo comienzo es distinto, y ellos no sabían por dónde avanzar.

La conversación, supongo, dejó de ser anecdótica y poblada de nombres y lugares comunes. Tal vez empezaban a hablarse en verdad, a decirse al fin lo que tenían que decir. Sus movimientos fueron más pausados, se miraban atentos, se concentraban en ellos mismos.

Ella dio un sorbo a su capuchino y lo puso en la orilla de la mesa, junto a la ventana. Él hizo lo mismo con su naranjada. Ella adelantó la silla, se acercó a la mesa, puso los brazos en la mesa, las manos seguían ocultas en las mangas.

Él acercó sus manos a la mesa y las dejó en reposo, muy quietas. Ella retiró las manos, y las movía a los lados, las llevaba a su pelo, y volvían a posarse en la mesa. Él mantenía las suyas inmóviles.

La conversación era cada vez más íntima, más seria. Ya no tomaban sus bebidas, ya no se distraían. Estaban solos en el mundo, y se bastaban a sí mismos. Estaban construyendo el tú y yo. Pero todavía faltaba un poco más. Esas palabras justas y necesarias como un puente que habría que cruzar con las miradas, las manos, las bocas.

Ella sacó las manos de las mangas tímidamente, como si salieran dos conejitos blancos de su madriguera. Y se quedaron muy quietas, no lejos del centro de la mesa. Mientras ellos hablaban, y tenían mucho que decirse, las manos de él, lentas como dos caracoles después de la lluvia, emprendieron el gran viaje al centro de la mesa. Era un empresa enorme y arriesgada: tal vez sería les posible acariciar suavemente a los conejitos.

Las manos caracoles hicieron el viaje, las manos conejitos aguardaban. Las palabras y las miradas lo eran todo en el aire, en los oídos, en los ojos y la imaginación. La respiración agitada o un corazón acelerado podría delatarlos, por ello estaban muy quietos y atentos, mientras las manos se acercaban. Tal vez los conejitos se acercaron un poco más al centro de la mesa; los caracoles seguían su penosa marcha, sabían que tendrían una recompensa maravillosa.

La conversación seguía, cada vez más intensa, más íntima, más tú y yo. Es arduo y complicado construir un nosotros. Ya no había marcha atrás, los delataban sus miradas, un leve rubor, la risa nerviosa. En el microuniverso de una mesa estaban solos (en el café había dos docenas de parroquianos; detrás del ventanal, el mundo). Un suceso común, no por ello menos maravilloso, íntimo y secreto sucedía ante nosotros.

Entonces, con timidez, las manos caracoles se hicieron de valor y rozaron a las manos conejitos blancos que no se movieron, resistieron estoicos el llamado del amor. Las manos caracoles acariciaron suavemente las manos conejitos como si lo hicieran no en el dorso sino el lomo. 

Las miradas estaban fijas en el centro de la mesa. Las manos caracoles tomaron las manos conejitos, que aceptaron gustosas y respondieron tomando a su vez para sí a las manos caracoles. Las manos se acariciaban y conocían por primera vez. Celebraban con alegría la magia su encuentro.

Miré el reloj. Habían pasado cincuenta minutos. Cerré el cuaderno con la página en blanco y me fui. Había sido el testigo privilegiado del nacimiento de algo trascendente para ellos. Los dejé ahí, conversando, mirándose sin cesar, por primera vez tomados de las manos que ya no se soltaron. No es difícil imaginar lo que muy pronto sucedería entre ellos. 

16 de julio de 2018

Una definición de literatura

Pere Gimferrer ofrece en su «Prólogo» a Arte poética: Seis conferencias, de Borges, una definición de la esencia de la literatura que vale la pena comentar. Tal vez no deseaba proponer una definición, al menos no pretendía hacer una que aceptaría una enciclopedia, y tampoco una que satisfaciera los rigores de la academia.

Me sentiría decepcionado si los especialistas no refutaran esta notable aportación por ambigua, etérea, pretenciosa, inconsistente, indemostrable o subjetiva. Gimferrer, poeta, ofrece una definición viva de la esencia de la literatura desde la literatura misma:

«aquello que hace que una determinada combinación de palabras o de sintagmas adquiera la entidad de un objeto verbal irrefutable, sin cuya existencia, no traducible en rigor a otro idioma que aquel en que se formula, sabríamos menos de lo que sabemos sobre nosotros mismos y sobre el mundo».

Estupenda en verdad y, sobre todo, estimulante. Como en un encantamento, tan inexplicable como un sortilegio, las palabras (o sintagmas: algunos poetas también son gramáticos), una determinada combinación de ellas, adquieren luz, conocimiento que nos expresa, nos contiene, nos revela, y nos permite ver el mundo y las vida con más claridad que los manuales y las ciencias. Es así, y cuando esa determinada combinación (algo tendrá que ver la belleza) dice su verdad, está hablando la esencia de la literatura.

Esta definición mínima de Pere Gimferrer engarza con aquella célebre sentencia que el siempre recordado Italo Calvino dejó en la «Introducción» a Seis propuestas para el próximo milenio: «Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar». Sí, aquel objeto verbal irrefutable dice cosas que sólo la literatura puede expresar (ya se ha hablado y escrito de ella como una fuente de conocimiento).

Con un guiño a Cortázar, se me ocurre que, como un modelo para armar, se podrían fundir las dos oraciones, hacer una nueva combinación de ellas para erigir un objeto verbal irrefutable. El resultado es tan esclarecedor, tan cierto y obvio, que salta a la vista de cualquier lector de literatura.

27 de junio de 2018

Una escritura como el relámpago

Anhelar una escritura como el relámpago: súbita, breve, intensa y luminosa. Una cuya fuerza encienda las palabras y éstas prendan con su fuego la luz del pensamiento. Una escritura con ritmo que se erija mágica y cotidiana, precisa y clara, trascendente en su fulgor. Una escritura inédita que rompa el día y cruce la noche.

Cuando un hombre o una mujer escribe, acaso sin saberlo, al crear belleza, es un dios. Y luego de escribir lo que no se había dicho, de alcanzar lo que no se había imaginado, de cruzar el puente de lo más temido o la pesadilla, cederle el paso al asombro. Será entonces la hora del reconocimiento. Y después de dejar en el papel fijas en tinta las palabras, una vez que al guardar la pluma termine el juego, pasar a otra cosa, como si nada, como si sólo se tratara de trazar palabras y se pasara de página y se cerrara el cuaderno.

Europa

Una amiga viaja a Europa por primera vez. Me pregunta, insensata, qué debe ver. Le dije que las ruinas, griegas, romanas y las que encuentre. Los sitios en que yacen humilladas en el suelo por el tiempo y los elementos y los hombres esas piedras que conservan intacta la dignidad de los dioses y los héroes, su grandeza impecable después de tantos siglos.

Ve a las catedrales. Mira su majestuosidad, te lo dice un agnóstico. Busca en su imponente arquitectura la espiritualidad perdida, y no me refiero a ningún dogma ni religión. Mira los altares, las impresionantes columnas, las cúpulas prodigiosas en alturas de vértigo y cámbiate de pasillo si anda por ahí algún cura.

Visita los museos, llénate los ojos de luz y cultura y color y belleza. Mira los cuadros sin prisa, y no trates de agotarlos todos. Piensa que hay uno destinado a cambiarte la vida, por el que imaginarás lo que no habías sospechado, por el que comprenderás algo esencial, el que te hará mirar el mundo desde otro escorzo. Observa las esculturas, alguna te parecerá que late y vibra, que algo vive cautivo en su mármol para ti.

Escucha música en vivo. Asiste a las salas de conciertos, a los templos, donde encuentres que el arte de los sonidos y silencios hace girar el mundo. Si buscas un poco podrás oír orquestas extraordinarias y obras que bien podrías considerar una revelación.

Siente los rincones de ciertos barrios, las plazas y sitios emblemáticos de ciertas ciudades. Hay calles en las que reconocerás tus pasos, y descubrirás algo que sólo tú puedes valorar. Por último, le dije, entra a los cafés. George Steiner y Claudio Magris tienen razón, Europa está en sus cafés.

Sergio Pitol, infatigable viajero, dice en una de sus novelas, Juegos florales, que Europa «podía impartir todavía muchas lecciones a quien llevara algo en su interior, era capaz de transformar a un individuo pero no de inventarlo. Imposible enseñar a ver pintura a un ciego».

Aunque las capitales culturales se han multiplicado en todas partes, y el mundo en los tiempos de la globalización es cada vez más homogéneo, ese cita merece toda tu atención. No lo olvides, le dije a mi amiga, el viaje es una transformación, lo demás es irrelevante. Y le anoté, como su itinerario, la sentencia de Pitol en un papel.

11 de junio de 2018

El ideal de una orquesta

Un joven director de orquesta francés hablaba en un español mucho más que correcto sobre su trabajo a ingenieros en sistemas, tecnólogos y expertos en software. Los organizadores de la conferencia pretendían mostrar cómo se alcanza la coordinación y la formación de grupos de trabajo en otras áreas de la actividad humana.

El director hablaba de la relación vertical con la orquesta, que él decide por todos y que no hay lugar para las dudas y muy poco para la improvisación. La orquesta no podía ser la suma de sus músicos sino un único instrumento, y la mano derecha señala con autoridad los tiempos y la izquierda la interpretación.


Una orquesta es el más formidable ejemplo de cooperación y trabajo en equipo. Todos los integrantes de la orquesta tienen que sumarse con precisión absoluta al único fin: hacer música con la misma intención, la misma calidad y al mismo tiempo. Tal vez ningún otro trabajo en equipo aspira así a la perfección.

Hace años, en el Palacio de Bellas Artes, durante en un ensayo de la Deutsche Kammerakademie Neuss, una orquesta de cámara que vino a grabar una ópera con tema prehispánico con seis cantantes mexicanas, Gerardo Kleinburg, director de la Ópera, me hizo notar el juego erótico, la seducción entre un violinista y una chelista. Muy cerca uno de la otra, se miraban, se sonreían, se acercaban, se hablaban con sus instrumentos. Había un diálogo, un lenguaje corporal como si estuvieran solos y no en el escenario rodeados de una pequeña orquesta.

Es probable que no exista mayor coordinación entre todas las actividades humanas que a la que aspiran dos músicos que tocan la misma sonata, o los que vibran con el piano y la voz en las notas de una misma canción. Los músicos de una orquesta tienen que respirar al mismo tiempo, y atacar con la misma intensidad y duración cada nota. Sus entradas y salidas deben ser exactas, matemáticas, impecables. Y es justamente eso, el sonido vivo lo que motiva a escuchar a una orquesta en vivo en tiempos de alta tecnología y reproducción de alta fidelidad.

Sin embargo, una orquesta puede ser un microcosmos caótico y político, como lo mostró con genio Federicio Fellini en su película Ensayo de orquesta. La combinación de relaciones y conflictos laborales con un proyecto artístico y la figura con frecuencia autoritaria del director es altamente inflamable.

La calidad del ejecutante o instrumentista como un artesano según el joven director francés entra en pugna con su condición de miembro de un sindicato, y las envidias y resentimientos también son constantes. Todo, todo puede ser motivo de desacuerdos: salarios, horas extras, horarios, trajes, instrumentos, solistas y con frecuencia... el director. Una orquesta puede ser un surtidor de música o una fuente inagotable de desacuerdos, discordias y querellas.

He recordado todo esto, de pronto, al desembocar en un párrafo del musicólogo Luca Chiantore en su Beethoven al piano, un libro asombroso. Se refería a la conformación de la orquesta moderna, en el siglo XIX: «Una orquesta interpretando una sinfonía era realmente una sociedad en miniatura: una sociedad ideal, capaz de recordar las ciudades ideales del Renacimiento, con un soberano que las dirige y una aspiración a la perfección que no dejaba margen a lo irracional, a lo imprevisto, a la iniciativa individual improvisada. Una Utopía, precisamente.» Me parece que esto no ha cambiado.

22 de mayo de 2018

Una buena taza de café

Tomar una buena taza de café en la mañana debería ser uno de los derechos humanos. De San Petersburgo a Santiago de Chile, de Pekín a Lisboa, millones y millones de personas, tal vez la mayoría, al despertar buscan, con el pan de cada día, su dosis de cafeína, ya sea con café, té, té verde, yerba mate, refrescos de cola, bebidas energizantes o un chocolate.

Recuerdo un extenso reportaje sobre el café en National Geographic. Es el segundo o tercer producto con mayor demanda en el mundo, y sentarse a beber una taza de café es uno de los pocos puntos de total acuerdo que podría haber entre rivales y enemigos, antagonistas políticos, ideológicos, religiosos.

El gusto por beber café ha dado lugar a sitios que llevan su nombre, y los cafés o cafeterías son sitios vinculados a otros placeres, como la conversación, la lectura, el ajedrez. Tomamos café para mantenernos alerta, para soportar las largas jornadas, para trabajar o estudiar de noche. La primera invitación de un cortejo suele ser a tomar un café.

El derecho a un café temprano en la oficina debería estar en los contratos laborales. Y también la calidad del café y la forma de prepararlo (un buen café hecho por un barista competente con granos de café de calidad en una máquina italiana es una de las formas del paraíso en la Tierra). La cafetera que ofrecen cada mañana en la oficina me remite a un verso de César Vallejo: aceite funéreo, el café.

El brebaje de esa cafetera, flojo, de color indefinido y sabor lamentable podría arrojar resultados insospechados en un análisis químico. Es tan malo que es preferible, si no hay otra opción, un café soluble.

La literatura, ciertos pasajes, se anidan en la memoria o se empozan en el alma. Mientras me empeño en sacar con una cucharita de plástica los últimos granos del frasco, recordé al protagonista de El coronel no tiene quien lo escriba, que, cuenta García Márquez: «con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.» El coronel le ofrece a su mujer el café y le miente, le dice que él ya bebió su taza en la cocina; los hechos, raspar así el tarro y mentir resultan en una de las imágenes más poderosas sobre la miseria absoluta.

Mientras voy en busca de agua caliente para mi café soluble, recordé otro pasaje de la literatura sobre el café, que también aparece en una escena de pobreza y miseria, material y moral. En El perseguidor, de Julio Cortázar, cuenta Bruno, el narrador, que ha ido a visitar a Johnny, un saxofonista genial que ha perdido el saxofón, a la paupérrima habitación de hotel en la que está alojado: «Entonces Dédée me ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.»

El café de la oficina es infame, pero mi situación no tiene punto de comparación con la del coronel o la de Johnny.  Me siento reconfortado, después de todo mi taza de nescafé no está mal. No está mal, pero la insatisfacción nos mueve y estimula. En cuanto pueda saldré a la calle por un expreso doble.

8 de mayo de 2018

La tarde del domingo

«Somos lo que hacemos el domingo», dice una sentencia que circula por las redes sociales. No sé de quién la frase, pero es una variante de otras muchas: somos lo que comemos, somos lo que amamos, somos lo que leemos, somos lo que decimos.

Somos lo que hacemos en la vida, pero las actividades dominicales son en particular interesantes porque se asocian al tiempo libre, a los más vivos interesantes y hobbys, ya que socialmente es cada vez  menos dominicus, el día del Señor.

Algunos prefieren dormir un poco más, y levantarse un poco más tarde es un placer que sólo ofrecen los domingos. Luego, un desayuno lento en casa, dejando ir la mañana con cuidada indolencia, leyendo el periódico, en espera de las horas vespertinas.

Otros, en cambio, saltan de la cama de madrugada con espíritu olímpico a hacer ejercicio. Acuden a los gimnasios, los parques y aun en las calles trotan y corren tras la fuente de la salud y acaso sin confesarlo del vigor de la eterna juventud. Otros se instalan en una pereza profunda, que les impide no sólo salir de casa, sino con frecuencia vestirse, y acaban por pedir por teléfono que les lleven la comida.  Ensimismados, se protegen del ruido y la velocidad y la violencia y el hartazgo del mundo.

Otros salen vestidos de domingo, es decir con sus  mejores galas (en un tiempo en que la ropa para hacer deporte se lleva incluso a los velorios) a pasear por la ciudad, y los amigos de la buena mesa, según el presupuesto de cada quien, hacen cola en los mercados, fondas, restaurantes y hoteles de lujo para darse un desayuno o un almuerzo o un brunch que suele ser una comilona digna de Pantagruel.

Hacia el mediodía, viandantes pueblan las calles, los museos reciben más visitantes que nunca, ciclistas recorren las grandes avenidas de la ciudad, y los padres con hijos pequeños se mueren de tedio en una obra te teatro infantil o se rompen la espalda detrás del triciclo en camellones y parques.

Los aficionados van al estadio, o se reúnen con amigos y parientes para ver por televisión el partido de futbol (o futbol americano, es increíble el gran número de seguidores de este deporte en México), afición que fomenta el maridaje perfecto con la noble tradición de la buena botana y unas cervezas.

Algunos, claro, acuden a misa desde muy temprano y a lo largo de la mañana, casi siempre hasta las doce o antes de la comida, según los gustos, en los que influye la simpatía por el cura y el tono o elocuencia de su sermón, si hay canto y muchachos o monjas rasgando guitarras o quién asiste a cierta hora.

La comida en familia, en casa o fuera de ella, sigue siendo la gran actividad dominical. En algunas familias, el rito semanal obligado; la única ocasión en la semana en que es posible reunir a toda la familia, concepto extendido que puede alcanzar varias decenas de personas. Reunirse a comer con los amigos es una variante que gana adeptos día con día, y cada vez es más común convivir alrededor del asador, que casi siempre está a cargo, con sexismo implacable, de los varones de la tribu.

Las tardes de los domingos solían ser de corrida de toros, de cine o teatro, y si algo queda de ello cada vez son más de centro comercial (estos inmensos templos, quintaesencia de nuestro tiempo, suelen tener salas de cine, teatros, pistas de patinaje en hielo, pero no plazas de toros).

Los jóvenes van a los centros y plazas comerciales con un entusiasmo asombroso. Ahí, al parecer están más a salvo que en las calles, y además de pasear entre tiendas y comprar poco, se reúnen con la novia o el novio, con amigos, pasan horas frente a las máquinas de videojuego y otras máquinas y otros juegos, toman café y helados, van al cine y dan vueltas sin fin.

Las visitas a parientes y amigos ya es una costumbre rara. Las tardes del domingo, si la comida no derivo en una moderada borrachera, suelen estar dedicadas al juego, la conversación, el descanso y sobre todo la televisión. Ver películas en la televisión los domingos es un imperativo social, expresión del descanso y del confort, casi un deber ciudadano; la calidad de la película es con frecuencia un detalle irrelevante.

Pero conforme pasan las horas vespertinas, cuando se acerca la sobretarde del domingo, emerge poco a poco, conforme mengua la luz del día, una inquietud, un creciente malestar, una sensación de vacío y ausencia. Luego se torna una sutil amenaza: se acaba el día, mañana será lunes.

Entonces, más temprano o más tarde, con un rayo de realidad, uno recordará algún asunto grave que atender, que es urgente hacer un pago, que es impostergable hablar con alguien. Se acerca la noche del domingo, es preciso preparase para enfrentar la siguiente semana.

El noche del domingo es un tiempo de espera, de un vacío profundo, que si no estuviera tan desgastada la palabra diría existencial. O tal vez es el mejor momento de la semana para usarla y preguntarse: «Quién soy», «Qué hago», «Es esta la vida que quiero vivir.»

El malestar crece por momentos, aunque siga la conversación de sobremesa o la película o la lectura  desde el sofá de la casa; se torna en una tristeza sin motivo aparente, o una melancolía que angustia y aprieta con el paso de las horas, según los temperamentos. Ese malestar está contenido en el ethos, en la forma de vida de la comunidad que no siempre atinamos a expresar, reconocer y compartir.

La noche del domingo puede ser la hora de la nostalgia, del desear estar en otra parte, en otro lugar, en otro momento, con otras personas, con frecuencia en un pasado idealizado por la imaginación y que nunca existió. Es el momento en que regresan ciertos fantasmas y quimeras, de asuntos inconclusos, que no acaban de marcharse.

No es una pesadilla con los ojos abiertos, es un trance de soledad no exento de amargura, de inquietudes, de preguntas sin respuesta. Es un tiempo fuera del tiempo social y laboral del que tomamos conciencia que se agota, que se acaban las horas antes de volver con crudeza a la realidad más dura del lunes muy de mañana. El domingo es como una tregua, y miramos con angustia cómo se agota esa burbuja hogareña, protectora y familiar, de ocio y placer.

La tarde y la noche del domingo son, para muchas personas, las horas más crudas y crueles de la semana. Con frecuencia es el momento propicio para ciertas ideas desafortunadas y decisiones radicales. Las tardes y las noches de los domingos suelen ser las horas en que más personas mueren en los hospitales, de soledad y tristeza, y también son significativos los aumentos en las estadísticas de muerte por arma de fuego y la tasa de suicidios. «Tengo miedo del domingo maldito que me liquida», escribió Clarice Lispector. La tarde del domingo, y su noche, se pueden tornar, en un parpadeo, de la hora más íntima y relajada en un momento no sólo amargo y duro sino temible y fatal.