23 de febrero de 2018

La telemaquia de un torero

Hace unos años escribí una novela, Telemaquia (Terracota, 2010), sobre un hijo que busca a su padre ausente, tal como Telémaco salió de su isla en busca de Ulises que no había vuelto a casa después de la guerra de Troya. Encontré que los telémacos realizan su búsqueda, su telemaquia, de las maneras más diversas, a veces con sutileza, a veces con heroísmo, y algunos casos son tan inverosímiles como conmovedores.

Los telémacos, y casi todos los hijos de padre ausente lo son, un día deciden ajustar cuentas y aclarar las razones del abandono, a veces buscan saber quién es su padre, y otras anhelan el encuentro con ese hombre que los abandonó. Algunos telémacos están dispuestos a hacer cualquier cosa para llamar la atención y obtener el reconocimiento de su padre.

De vez en cuando me enteró de un nuevo caso, casi siempre sin indagar ni pedir más información. La novela está publicada y llegó a su punto final. Pero ahora, tantos años después, me entero de otra telemaquia que ha trascendido el ámbito familiar y personal.

Christina Rosenvinge, cantante y compositora de canciones, española de origen danés, vio un día de 2016 en la televisión una entrevista al torero Manuel Díaz El Cordobés al salir del juzgado. Estaba feliz. La Audiencia Provincial de Córdoba confirmaba el lazo sanguíneo con Manuel Benítez El Cordobés, torero que alcanzó fama en los años sesenta y cuya historia es narrada en un libro sobre la España de la posguerra, muy conocido entre los aficionados a la llamada fiesta brava: ...O llevarás luto por mí, de Dominique Lapierre y Larry Collins.

El Cordobés hijo (hasta en el nombre artístico quería ser como su padre) acababa de ser legalmente reconocido como hijo biológico de El Cordobés padre, después de una lucha de años. La busca de ese reconocimiento es su telemaquia, y tenía motivos para sentirse feliz. Entonces dijo ante las cámaras de television una frase memorable que hizo saltar a Christina Rosenvinge de su asiento: «Soy un hombre que pese a haber tenido un padre de humo, va a conseguir que sus hijos tengan un abuelo de verdad.»

Dice Christina Rosenvinge: «Cuando vi esa escena pensé que ahí había una canción. Ese hombre ha pasado toda su vida poniéndose delante de un toro para que su padre lo reconozca. Me parece un acto tan bonito y tan poético que me inspiró una canción. Me puse en el lugar de los hijos que sienten el no reconocimiento de sus padres o que tienen padres que no son capaces de entregarles el amor que necesitan.» Esa canción existe, se llama "Pesa la palabra" del álbum Un hombre rubio, dedicado al padre de la compositora y cantante.

Al parecer, las cosas no han salido como a El Cordobés hijo le hubiera gustado, pero esa no es una razón para no celebrar su victoria. Christina Rosenvinge ha comprendido el valor y el sentido profundo de la telemaquia al punto de incitarla a hacer una canción.

No importa si el padre no acepta el regalo de la vida y no reconoce y abraza a su hijo y a sus nietos, lo relevante y admirable es que los telémacos del mundo seguirán haciendo a su manera sus telemaquias. A veces con la palabra, a veces poniéndose delante de un toro. La búsqueda misma es su recompensa, y ahora todos ellos ya tienen una canción que canta su gesta.

20 de febrero de 2018

Los terremotos según un chiflado

Ha vuelto a temblar. En la madrugada la alarma sísmica algo tiene de onírico, pareciera que viene del fondo del sueño y es fácil confundirla con el canto de las ballenas, con el mugido herido del monstruo invisible de una pesadilla, o con la alarma antiaérea que anuncia un inminente bombardeo en las películas de guerra. 

En medio de la noche, la alarma sísmica es en sí misma el canto de una pesadilla anunciada que comenzará dentro de cuarenta y cinco segundos, cuando se sienta el chicotazo inicial desatado por la descomunal fuerza telúrica, sobrehumana, que nos hace sentir tan frágiles, tan pequeños y tan vulnerables.  

La alarma sísmica, si ha sonado, nos saca del sueño y nos arroja a la pesadilla con los ojos abiertos, y antes de despertar del todo surgen las preguntas: ¿cuánto va a durar?, ¿de qué magnitud será este sismo?, ¿cuántos daños va a provocar? 

Es el momento de levantar a la familia, de reunirse en un sitio seguro o bajo el marco de una puerta, de esperar a que comience la danza de la casa. Es el momento de decir palabras de aliento, de mantener la calma, de aceptar con estoicismo lo que viene, como dicen con impecable sencillez dos versos de Louis Aragon: Les choses vont comme elles vont / De temps en temps la terre tremble.

Hace años una cancioncilla pegajosa y tropical preguntaba «¿dónde te agarró el temblor?», y si no hay derrumbes y daños los vecinos en pijama y envueltos en sarapes salen a la calle y se consuelan y conviven como suelen hacerlo en los velorios por muchas horas y algunos se niegan a volver a su casa por temor a las posibles réplicas del temblor, es decir otro temblor. Y si hay daños o vidas que lamentar comienza la crónica de otra tragedia y las heroicas labores de rescate.

Ha vuelto a temblar y leo en un periódico una inquietud por esta «temporada de alta sismicidad» (sic), porque según algunos «es evidente que está temblando con más frecuencia o intensidad que antes». Y alarmistas profesionales «dicen que la actividad del Cinturón de Fuego permite predecir que se 'avecina' una catástrofe». 

La actividad sísmica no va al alza ni aumenta la magnitud de los temblores, aunque parece que acabarán por sacudir la política. Gracias a que un candidato presidencial ha propuesto un «registro nacional de necesidades de cada persona» (sic) en el que los ciudadanos inscriban sus peticiones, no ha faltado quien solicite a las autoridades, atentamente, que deje de temblar, y alguien más se conforma, con modestia, a que no tiemble de noche. 

(El candidato que en un golpe de audacia o sinrazón prometa prohibir los temblores por ley y por decreto, sin duda generará un terremoto mediático, político y social que podría llevarlo en volandas a la mismísima silla presidencial.)

Pero nada de esto se compara con la explicación que escuché en un autobús. Un tipo con cara de burócrata de la más oscura oficina, de bigote recortado y cabello corto, parecía instalado en eso que llamamos realidad como cualquier otro pasajero, pero pertenecía a la estirpe de esos piantados, locos o idos con discursos desquiciados de los que habla Cortázar en Rayuela. El del autobús era un hermano de Ceferino Piriz o el licenciado Juan Cuevas. Dijo el chiflado con absoluta seriedad: 

«Los gringos llevan décadas acumulando energía, y cuando tienen demasiada la concentran y la suben con una máquina fantástica a un satélite y desde ahí, ¡zas!, descerrajan un rayo láser poderosísimo que impacta la Tierra y genera un terremoto. Y eso lo hacen a cada rato, por toda la energía que acumulan. Los gringos están provocando los temblores, ellos nos echan sus rayos. Por supuesto, todo esto puede consultarse en internet, aunque es una tecnología secreta pero un periodista subió la información. Por eso hay tantos temblores, y luego les sale mal y el rayo quema los bosques, acaba de pasar en California, desde el satélite secreto viene el rayo y ¡zas!...»

Me arrepiento de haberme bajado del autobús. Debí escuchar hasta el final el discurso. Es una pena. Tal vez me fui por temor al desencanto, por enfrentarme a la cruda y pura verdad del rayo sísmico. Y yo que pensaba que los poetas saben lo que dicen porque son sabios y videntes y recrean el mundo. Y yo que creía, con Louis Aragon, poeta, ingenua y simplemente, que las cosas son como son y de vez en cuando la tierra tiembla.

7 de febrero de 2018

Jefe Vulcano

Los héroes son indispensables. Nos acompañan desde la épica griega a los superhéroes de los cómics. Dejar que la imaginación sea estimulada por los héroes de los poemas homéricos o los del cine es casi irrelevante; en ambos casos recurrimos a la ficción, pero hay matices y gustos: prefiero a Odiseo antes que a Súperman, a Don Quijote antes que al Hombre Araña.

(El malogrado José Carlos Becerra imaginó en un poema a Batman en su habitación, con su soledad, escudriñando desde una ventana la noche en busca de la señal que lo llama, que pide su presencia para luchar contra el mal, para entrar en acción y darle sentido a su vida.)

Tenemos también a los héroes de la historia, a esos que «nos dieron patria y libertad», y los héroes de cada día, esos hombres y mujeres que realizan acciones en beneficio de otros, que con frecuencia salvan vidas, a veces al precio de entregar la suya.

Jefe Vulcano es el jefe del cuerpo de bomberos de Ciudad de México. Hace tiempo que debería estar jubilado, pero se moriría de tristeza el día que lo manden a su casa. Lo suyo es cumplir con el deber. El Jefe Vulcano tiene una cuenta de Twitter, en la que informa puntualmente que alguien lo necesita. Entonces responde así al llamado:  "Vamos para allá».

Debe ser muy consolador que el jefe de los bomberos avise que sale en su camión, a toda velocidad, con la sirena abierta, con sus heroicos y temerarios bomberos a socorrer a quien esté peligro, a apagar fuegos, claro, pero también a bajar gatitos de los árboles, a reparar fugas de gas, entre otras muchas acciones.

El Jefe Vulcano cuenta con miles y miles de seguidores, dice "buenos días" muy temprano, y en su último mensaje del día dice que muy pronto estará de regreso: «Que descansen, hasta dentro de unas horas». Sus tuits son celebrados por la ciudadanía, al punto que alguien ya los ha calificado como poemas. Por ejemplo, el 31 de enero de 2018 a las 13:30 horas reportó:

6 choques, 5 árboles caídos, 4 rescates de personas, 4 servicios de prevención, 3 servicios de atención a lesionados, 2 cortos circuitos, 2 cables caídos, 2 enjambres retirados, 2 fugas de agua, 1 rescate de cadáver.
Y hoy mismo ha escrito:
Santa María Siqueiros en la colonia Infonavit Culhuacán nos piden apoyo para el rescate de personas, vamos para allá.
 Terminamos de laborar en un incendio en la colonia El Mirador. De regreso a nuestras estaciones.
Sí, son poemas. A su manera lo son. Son los mensajes del mejor servidor público de la ciudad. Es estimulante y consolador saber que el Jefe Vulcano está en su puesto, y que si hacen falta sus servicios y se le llama, él acudirá y antes de partir enviará su mensaje reconfortante: «Vamos para allá.»

2 de febrero de 2018

Casi inocente, casi culpable

La definición de traductor como un coautor que dice casi lo mismo que el original pero en otra lengua no es del todo desechable. Ese «casi lo mismo» es inevitable, es lo insondable de una lengua, es decir del ethos del pueblo que habla esa lengua. Lo intraducible sería el alma, lo particular, que no tiene equivalente porque no existe o no se manifiesta igual en otro pueblo, en otra lengua.

Y no existe la traducción definitiva, es sabido que una o dos generaciones después es necesario volver a verter los textos. Una traducción castellana del siglo XIX de Shakespeare hoy nos parece casi ilegible. Las lenguas cambian. Los clásicos siguen impasibles, son las aproximaciones a sus obras las que tenemos que revisar y actualizar.

Hay un adagio que reduce a los traductores a traidores; el desencanto y la sospecha son casi la norma. Por eso nos sorprende una traducción que satisfaga a propios y extraños, y más con el correr de los años. Pero el margen del traductor tiene un límite.

Transcribo unas líneas de los Los hermanos Karamázov de Dostoievski en dos versiones españolas. Dice la traducción de Rafael Cansinos Assens (Obras completas I, Aguilar, 1953, p. 505):

Kalgánov volvióse corriendo al portal, sentóse en un rincón, agachó la cabeza, cubrióse la cara con las manos y se echó a llorar, y así se estuvo largo rato, acurrucado y llorando..., llorando cual si fuese un chiquillo y no un joven de veinte años ya. ¡Oh, creía casi plenamente en la inocencia de Mitia!
Dice la traducción de Augusto Vidal (Alianza, 2006, p. 813):
Kalgánov corrió al vestíbulo, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar: permaneció mucho tiempo sentado, llorando; lloraba como si fuera aún un niño y no un hombre de veinte años. ¡Oh, estaba casi convencido de la culpabilidad de Mitia!
Estoy casi convencido de que alguno de los dos traductores se confundió, o fue víctima de las travesuras de Titivillus o Tutivillus, ese pequeño demonio al servicio de Lucifer, que gozó de mayor prestigio en el medievo, cuya misión consistía en inducir el error y la confusión en los escritos de los autores y los textos que copiaban los escribas.

Para saber si Kalgánov creía que Mitia era casi plenamente inocente, o si estaba convencido de su culpabilidad necesitaré recurrir a otra traducción, y para asegurarme de que Titivillus no está metido en este caso buscaré la confirmación en alguna versión al inglés o al francés, ante mi imposibilidad de leer en ruso. Las traducciones son absolutamente necesarias, y ningún traductor está libre del error o la confusión, o para decirlo como en la Edad Media, de las diabluras de los pequeños demonios.